¿Por qué volamos en los sueños?
Raquel Mascaraque, periodista especializada en psicología emocional, explica qué ocurre en el cerebro cuando dormimos

Por qué volamos en los sueños
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A menudo, por mucho que estemos agotados, cuando nos metemos a la cama nuestro cerebro decide que es el momento perfecto para empezar a pensar en cosas rarísimas. ¿Y si hubiera estudiado otra carrera? ¿Cómo no se me ocurrió contestarle eso en la discusión de la semana pasada? ¿Qué estará haciendo ahora mi mejor amiga de primaria?
Aunque parezca que el cerebro se apaga al dormir, no para ni un segundo. Sigue muy activo, pero de otro modo. Dormir no es apagar un interruptor, es más bien como entrar en una coreografía muy bien orquestada, donde distintas zonas del cerebro van tomando el relevo. Es por eso que a veces nos despertamos más cansados de lo que nos acostamos.
Los ganglios basales, por ejemplo, frenan movimientos y evitan que nos despertemos en otro sitio que no sea la cama. Serían como ese profesor de yoga que te dice “mantén el equilibrio, relaja el cuerpo, respira” incluso cuando tú quieres salir corriendo. Te mantienen bajo control para que puedas descansar.
En el caso de la gente sonámbula, el freno que debería bloquear el movimiento del cuerpo no funciona del todo bien. Es como si se encendieran solo las luces del pasillo, pero el salón y la cocina siguieran a oscuras. Las zonas que controlan el movimiento se ponen en marcha, pero las encargadas de la consciencia y la memoria siguen en modo reposo. Entonces el cerebro se queda a medias —ni dormido del todo, ni despierto del todo—, y el cuerpo se pone en marcha solo. Es una especie de desconexión momentánea entre cuerpo y mente: el cerebro no está del todo consciente, pero tampoco lo suficientemente dormido como para estar quieto.
Y luego están las personas que duermen como un tronco y no les despierta absolutamente ni un ruido. De esto tiene la culpa el tálamo, que es como el portero de una discoteca. Durante el día deja pasar un montón de información sensorial: sonidos, luces, ruidos... pero cuando dormimos, filtra todo eso para que no nos despertemos con cualquier cosa. Si el ruido es lo bastante potente o tiene un componente emocional —como un bebé llorando o tu alarma de móvil—, el tálamo lo deja pasar. Por eso a veces nos despierta una mosca, y otras veces no nos enteramos ni del camión de la basura.
Cuando tenemos sueños tan reales que de golpe nos despertamos llorando, riendo o con el corazón a mil, es porque los sueños ocurren sobre todo en la fase REM. En esta fase aumenta la actividad en el sistema límbico —encargado del procesamiento emocional— pero disminuye en la corteza prefrontal —encargada de aspectos más lógicos y racionales—. Es como si el sistema límbico fuera ese amigo que llora cuando ve el anuncio de Navidad, y la corteza prefrontal el que le dice “solo es un anuncio”. Lo que pasa es que cuando dormimos ese colega no está tan pendiente, y por eso acabamos soñando cosas loquísimas.
Dicen también que soñar es como una manera de ensayar emociones sin tener consecuencias reales, y que por eso soñamos cosas intensas como que nos persiguen o que somos capaces de volar. De alguna manera, el cerebro usa el sueño para procesar emociones y recuerdos como si hiciera limpieza: borra lo que no sirve y guarda lo importante. Por eso, dormir bien ayuda a recordar mejor y a estar más estables emocionalmente. De hecho, dormir mal se ha relacionado con más ansiedad, peor concentración, incluso más riesgo de enfermedades. Y no solo importa cuántas horas duermes, sino cómo es ese sueño. Hay personas que duermen ocho horas pero se despiertan fatal, y otras que con seis están como nuevas.
Curiosamente, hasta ahora solo se había estudiado el sueño en hombres, pero hay varios estudios recientes que lo han estudiado en mujeres, y dicen que ellas necesitan como mínimo 20 minutos más de sueño para descansar igual. Esto se debe a que su cerebro pasa más tiempo en modo multitarea y eso hace que necesite más tiempo de recuperación.
Al final, el secreto está en la calidad del sueño, y en esa calidad influye lo que comemos, nuestro nivel de estrés, que miremos o no el móvil en la cama, la temperatura de la habituación, o incluso en qué pensamos cuando nos acostamos.




