La Barcelona de Cabau
Algo así me pasa a mí con Barcelona. Me gustaba la de antes, la de Cabau, la que tenía ratas en sus playas. Quizá porque fue la de mi juventud. O quizá porque tenía ese extraordinario invento humano que llamamos alma.
La Barcelona de Cabau
Barcelona
Siempre me fascinó Ramón Cabau. Muchos barceloneses sabrán de quién hablo. O quizá ya muy pocos. Cabau era un farmacéutico y abogado que ingresó por vía marital en el clan Agut, dueño de un célebre restaurante de la ciudad. Un día de 1962, tras una bronca con su suegro, decidió vender la farmacia y abrir casi al lado del Agut su propia casa de comidas. La llamó Agut d´Avinyó. Cabau no sabía freír un huevo, pero tenía un paladar finísimo. Fue un precursor de la, digamos, nueva cocina catalana. A finales de los 70, el Agut d´Avinyó era un foco de luz en las oscuras callejuelas del barrio gótico.
Comí alguna vez en su restaurante. Le vi alguna vez en el mercado de la Boquería, donde era el rey: cada mañana, con pajarita y canotier, acudía a la compra, enamoraba a las vendedoras y convertía aquel amasijo de comida, gritos y pestilencia (entonces era un mercado de verdad) en una especie de corte real. Logró fama en el mundo. Fue el perfecto “senyor de Barcelona”.
El periodista Marc Casanovas ha publicado una excelente biografía de Cabau, bajo el título “Una òpera gastronómica”, de momento solo en catalán. Había mucho de operístico en Cabau y en aquella Barcelona sucia, imprevisible, levantisca, obrera e ilustrada. Como aquella Barcelona, Cabau era bipolar.
En 1984, Cabau se separó de su mujer y del restaurante, que estaba a nombre de ella. Se hizo payés y siguió yendo a la Boquería, ya no para comprar sino para vender. El 31 de marzo de 1987, en vísperas de la transformación olímpica, Cabau acudió a la Boquería, saludó a todo el mundo y, en pleno centro del mercado, se suicidó con cianuro. Fue como un último homenaje a aquel lugar y a toda aquella ciudad que pronto serían otra cosa. Aquella ciudad era mi ciudad.
En la película “Stardust memories”, traducida como “Recuerdos”, creo, el personaje de Woody Allen ama a dos mujeres. Simplificando, una es bellísima, loca y peligrosa. La otra no es tan guapa, pero es buena. Gracias a un prodigioso invento, logra concentrar en una de las mujeres todas las virtudes, y en la otra todos los defectos. Concluido el intercambio, se enamora perdidamente de la defectuosa.
Algo así me pasa a mí con Barcelona. Me gustaba la de antes, la de Cabau, la que tenía ratas en sus playas. Quizá porque fue la de mi juventud. O quizá porque tenía ese extraordinario invento humano que llamamos alma.
Me llamo Enric González. Les deseo un buen fin de semana.