El arte de robar arte
Mientras el gran robo acapara titulares, el fiscal Félix Martín señala los expolios que vacían ermitas rurales

Lo que ha ocurrido este fin de semana en París parece sacado de una película. Tres ladrones han conseguido burlar la seguridad del museo más vigilado del mundo del arte y en solo siete minutos —siete, ni uno más— llevarse ocho joyas de la corona francesa. Por un lado, te escandaliza el delito pero, por otro, te fascina la inteligencia del ladrón.
Aunque hay algo de belleza —perversa— en la idea de robar arte, es importante el señalar el efecto que tienen estos hechos sobre el patrimonio histórico de un país. Es una moneda de dos caras, porque no hay que olvidar que no se roba por hambre, sino por vanidad, poder o codicia.
El robo de la Mona Lisa
París, 1911. Un pintor italiano, Vincenzo Peruggia, que había trabajado en el museo, decidió que la Gioconda debía "regresar a Italia". Un lunes, cuando el museo cerraba, la descolgó, la escondió bajo su bata y salió por la puerta principal tan campante. Durante dos años el cuadro estuvo guardado en un baúl en su casa de París. Cuando intentó venderlo en Florencia, lo detuvieron.
Su gesto, sin embargo, convirtió a la Mona Lisa en el cuadro más famoso del mundo. Hasta entonces era conocida, pero no tanto. A veces el crimen crea mito, aunque no debería. Moraleja: el mal crea más mitos que el bien.
Cinco marcos vacíos
París, 2010. Un ladrón entró de madrugada al Museo de Arte Moderno, rompió una ventana y se llevó cinco cuadros valorados en cien millones de euros por el museo —pero en 500 millones por la Interpol—. Las cámaras de vigilancia grabaron a hombre enmascarado cuando entraba en el museo, pero los guardias nocturnos no vieron nada. Los ladrones escogieron cinco grandes obras del museo, de Picasso, Léger, Braque, Matisse y Modigliani. En su huida dejaron atrás los marcos.
Cuando el personal del museo llegó por la mañana, se constató que las obras habían desaparecido. El sistema de alarmas contra robos no funcionaba desde dos meses atrás y, aunque el personal había avisado a sus superiores, la gestión burocrática con la alcaldía de París entorpeció la seguridad de las obras. Entre toda esa polémica, detuvieron al ladrón que confesó que tiro los cuadros a la basura porque entró en pánico. Las pinturas nunca fueron encontradas.
El sello de la mafia
Italia, 1969. La mafia robó Natividad con San Lorenzo y San Francisco de Caravaggio, de la iglesia de Palermo. Una obra de valor incalculable que nunca ha sido recuperada, y cuentan que fue destruida.
Holanda, 2002. Dos hombres robaron en el Museo Van Gogh de Ámsterdam Vista del mar en Scheveningen y Feligreses saliendo de la iglesia de Nuenen. Se colaron por una ventana y tardaron tres minutos en llevarse las obras. Los cuadros reaparecieron en 2016 en Nápoles, en una casa vinculada a la Camorra.
Los ladrones jubilados
Londres, 2015. Durante las vacaciones de Semana Santa, un grupo de ladrones entró a la bóveda del Hatton Garden Safe Deposit y robaron joyas y dinero por un valor de unos 15 millones de libras. Eran seis hombres de entre 60 y 75 años, todos veteranos del crimen londinense. Se conocían de viejos golpes, y decidieron hacer "la última gran faena" antes de retirarse.
Lograron hacerlo sin que nadie se enterara, precisamente, porque eran viejos. Durante cuatro días seguidos perforaron una pared de hormigón de medio metro con un taladro industrial, sin despertar sospechas. Sin armas ni violencia, entraron y salieron varias veces del edificio en horario laboral, vestidos como técnicos. El único fallo fue la tecnología: una cámara de seguridad captó las matrículas de la furgoneta. Y como siempre pasa, uno de ellos habló más de la cuenta.
Aunque cumplieron condena, solo se recuperó una parte del botín y el resto sigue sin aparecer. Y ellos, desde la cárcel, confesaron que lo hicieron porque les quedaba "una última aventura". Es la demostración de que el crimen, como la jubilación, no siempre se lleva bien con el aburrimiento.
El robo más valioso de la historia
Boston, 1990. En el Isabella Stewart Gardner Museum se produjo el mayor robo de arte de la historia. Dos hombres disfrazados de policías entraron de madrugada diciendo que respondían a una alarma. Amordazaron a los vigilantes y se llevaron trece obras maestras: Vermeer, Rembrandt, Degas… valoradas en 500 millones de dólares de aquel momento.
35 años después, ni rastro. Las paredes del museo siguen vacías, con los marcos colgando. Y en Los Ángeles, Nueva York, Chicago… hay docenas de casos menos conocidos, pero con el mismo patrón: planificación, traición interna, coleccionismo ilegal y un mercado negro global.
Robos marca España
España, 2011. El caso más mediático de nuestro país fue el robo del Códice Calixtino, libro original del siglo XII, guía de peregrinos del Camino de Santiago. Desapareció de la Catedral de Santiago de Compostela y, un año después, lo hallaron en el garaje de un electricista de la catedral.
Si los grandes robos de museos llenan portadas, hay otro tipo de delito que apenas ocupa una línea en los periódicos. Los expolios de las ermitas rurales han hecho más daño al arte español que todos los atracos juntos. No es solo una anécdota, es una auténtica sangría patrimonial. En pueblos pequeños, en aldeas, en iglesias sin alarma ni sacerdote, desaparecieron durante años tallas románicas, vírgenes del siglo XIII, retablos góticos, lienzos barrocos… piezas que formaban parte de la memoria local.
Muchos de esos robos no fueron de una noche, sino de décadas. Hubo un tiempo —desde los años 70 hasta bien entrados los 2000— en que España se convirtió en una mina para el coleccionismo extranjero. Muchos compradores forasteros —incluso museos— adquirieron sin preguntar demasiado por la procedencia. Y así, lo que debería estar en una ermita de Soria o de Teruel, acabó en un salón londinense o en una galería suiza.
Lo que perdimos no son solo objetos, sino parte de nuestra identidad. Porque esas piezas eran el punto de encuentro, la referencia emocional de generaciones enteras. Curiosamente, muchos de los expolios no se resolvieron gracias a policías ni fiscales, sino a los propios vecinos, que denunciaron, buscaron o reconocieron las piezas. La conciencia ciudadana fue —y sigue siendo— la primera barrera.




