¿Qué pasa después del robo?
El fiscal Félix Martín indaga en las historias que se ocultan tras el titular de un gran robo

Vamos a retomar un asunto que, como explicamos la semana pasada, fascina y preocupa a partes iguales: el robo de arte. Tras el mediático robo del Louvre, este último fin de semana hubo otra una noticia relacionada con la falsificación de obras en Alemania.
La policía detuvo al presunto cabecilla de 77 años y a diez cómplices de una red que intentaba colocar falsos Picassos, Rembrandts o Rubens por sumas multimillonarias. También investigan a una mujer suiza de 84 años que guardaba una de las piezas. Como nos adelantaron los "ladrones jubilados" en el episodio anterior, la edad no exime y los veteranos conocen mejor el mercado y sus grietas.
Es que la falsificación moderna no es solo taller: es narrativa y papeles. Fabrican una obra y, sobre todo, una procedencia: certificados, historias de herencias, depósitos en freeports, correos con supuestos expertos… Con esa biografía, intentan colarla en ventas privadas o casas de subastas menos exigentes.
Para que estas bandas caigan, suele ser por tres vías: alerta de expertos —algo no cuadra en estilo o materiales—, documental —procedencias con lagunas— y operaciones encubiertas cuando piden cifras desorbitadas. En este caso, hubo registros coordinados en Alemania y Suiza y cayeron con obras, móviles y documentos en mano.
Lo que ocurre detrás de este tipo de robos, así como en el del Louvre, es que siempre hay una mano invisible. En el mundo del arte robado, el ladrón es sólo el principio de la historia; sin comprador no hay crimen rentable. Porque... ¿qué hace alguien con una obra robada?
Lo habitual es que existan tres salidas posibles: venderla en el mercado clandestino; usar la obra como moneda de cambio en el crimen organizado; o blanquear la pieza —cambiando su marco, alterando documentos, cruzando fronteras y reintroduciéndola en el mercado legal—. Obviamente, esta tercera vía es imposible con obras tan famosas como las joyas del Louvre.
En ese caso, hay dos caminos posibles: si el comprador busca prestigio, se conserva entera; pero, si busca discreción, se trocea o se funde. De esta manera se elimina el rastro, pero también se destruye el valor artístico. Por eso, en este tipo de crímenes, el daño cultural suele ser mayor que el beneficio económico.
Y esto nos lleva al mercado negro del arte. El circuito global que comercia con obras robadas suele tener un recorrido de tres fases: empieza por el robo, sigue por los intermediarios que falsifican las procedencias y, por último, termina por la venta o almacenamiento en países con menos control. Y ahí entran los llamados freeports: zonas francas donde las obras pueden guardarse sin declarar su propietario.
Es un limbo del arte: ni expuesto, ni vendido, ni recuperado. Miles de piezas robadas duermen en esos almacenes, ocultas del mundo. Y lo peor es que muchos de esos compradores se mueven en círculos respetables.
El saqueo nazi
Durante el nazismo ocurrió el mayor saqueo cultural de la historia. Entre 1933 y 1945, los nazis organizaron un expolio sistemático en toda Europa y se calcula que robaron más de 600.000 obras pertenecientes a familias judías, museos y coleccionistas. Hitler soñaba con crear el museo perfecto con lo mejor del arte europeo, y dentro de las jerarquías nazis algunos —como Hermann Göring— se montaron el museo en su propia casa. Las obras se empaquetaban y enviaban en tren a depósitos subterráneos.
Tras la anexión de Austria por la Alemania nazi, se institucionalizó el expolio. Con la invasión de Europa, se organizó el saqueo sistemático a través de una unidad activa en los numerosos países afectados por esta ocupación. París fue uno de los principales objetivos: el Museo del Louvre logró evacuar obras clave como la Mona Lisa gracias a la previsión de su director, Jacques Jaujard. Sin embargo, muchas otras piezas fueron almacenadas donde Göring elegía personalmente lo que deseaba para su colección privada.
Es aquí donde entran los llamados Monuments Men: historiadores, juristas restauradores y soldados aliados que se jugaron la vida para recuperar esas obras. Gracias a ellos, parte del patrimonio europeo se salvó. Su labor permitió recuperar el 10% de las obras tras la guerra. Todavía hoy siguen apareciendo piezas robadas en aquella época.
Es una evidencia de que, en materia de robo de arte, la cooperación internacional es esencial. La Interpol y la Europol gestionan las bases de datos globales, con la supervisión de la Unesco que coordina los tratados, y los Estados obligan a devolver los bienes encontrados con leyes. La suma de esos tres instrumentos es fundamental para que errores del pasado no vuelvan a ocurrir.




