Hermano cerdo

Todos amamos a los cervatillos y los delfines, pero a quien le debe algo esta doliente humanidad es al cerdo. Es posible que hayamos sido algo injustos con él. Uno puede ser un cerdo en la mesa, un cochino en el baño y un guarro en la cama: ninguna de las acepciones es angélica.

Y hay una concatenación de maldades entre la cochinada y la cerdada, la porquería -es decir, la puer-quería- y la marranada. San Francisco de Asís, en fin, llega a hablar del hermano lobo, pero nunca habló del hermano cerdo. Esta injusticia con los cochinos es, como dirían en Colombia, para ponerse muy verraco. Ahora que es casi Navidad, estoy por ir a cortar un poco de jamón a ver si se me pasa.

No sé a estas horas si la epidemia de peste porcina, allí entre los jabalís de la Collserola, está ya controlada. Ojalá que sí. El cerdo ha sido la despensa andante de este país que tanto conoció la pobreza y -gracias al cerdo- no conoció tanto el hambre.

Los gallegos le honran con sus lacones. Extremadura le ofrece su jamón, Andalucía sus lomos y Salamanca esos chorizos que ahúman en León y Asturias. Cataluña lo celebra con butifarras, el Alto Aragón con longanizas y el Bajo Aragón con sus perniles. Y uno podría ir de Burgos a Valencia o Beasain con solo variar la receta de la morcilla.

No quiero conflictos con los heraldistas, pero bien podría estar el cerdo en nuestro escudo nacional: díganme algo que nos una tanto. O que haya hecho más por prestigiar una palabra, “ibérico”, en el mundo. Ojalá, sí, que al pensar en cochinos no pensemos en ningún Ábalos, sino en el animal que nos salvó la vida. Y así salvemos al hermano cerdo de la peste.