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Sociedad
LOS DÍAS DE NOCHE

Hacer la calle, lo llaman

Preguntamos a la ficción hasta qué punto puede existir aquello de la prostitución libre

Las ganadoras del Goya a mejor actriz, Candela Peña, y a mejor actriz revelación, Micaela Nevárez, en 'Princesas'.

Madrid

Quizá una de las paradojas más tristes sea la del asno de Buridan: la del animal que, encontrándose a la misma distancia de dos montones idénticos de paja, murió de hambre por no poder elegir ninguno. Es la misma tragedia, y la misma indecisión, la que obliga a quienes hacen la calle a permanecer fuera de la ley: de lo que esta prohíbe pero, también, de lo que esta protege.

La prostitución en la ficción

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Las discusiones sobre si hay que regular o prohibir la prostitución diferencian dos conceptos: el de la trata, las grandes redes de explotación ilegal y las mafias y, por otro lado, los alegales intercambios libres, que no figuran en las normas. Es esa última la que constituye el principal argumento en favor de legalizar la venta de sexo, pero, ¿son las libertades siempre las mismas cuando las oportunidades no lo son?

Mientras el abolicionismo parte de la premisa de que la prostitución siempre cuenta con un tinte machista —y de que, con ella, los hombres pagan por su derecho sobre la mujer—, las asociaciones de quienes hacen la calle recuerdan que ellos y ellas se compran y se venden entre sí y para con los otros: las cifras, de la realidad y la ficción, demuestran que esto ocurre en medidas muy diferentes, aunque esa diversidad exista.

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Como en todo, tampoco la diferencia de clases escapa a este gremio controvertido: y las condiciones de vendedores y compradores y, sobre todo, su relación de poder y decisión entre sí, son muy diferentes. La llamada prostitución de lujo quizá ofrezca más garantías a quien trabaja, aunque también lo expone a las fantasías más rebuscadas de quienes no suelen obtener un no por respuesta.

La prostitución libre existe, como consideramos libres tantas decisiones, y como libres son, sobre el papel, aquellos tratos que firmamos y en los que, en realidad, nada influye más que la ventaja o la desventaja desde la que damos un sí. Quienes permanecen sentados con miedo a legislar sobre la compra y la venta de sexo —prohibirla o regularla—, pasan menos frío por las noches, desde luego, que quienes esperan esa respuesta.

 
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