Romanones

Madrid

Es la tormenta perfecta, la prueba definitiva del grado de refinamiento al que ha llegado la corrupción en la España contemporánea. El juez Velasco ha imputado a dos consejeros del gobierno saliente de la Comunidad de Madrid, Salvador Victoria y Lucía Figar, en el caso Púnica.

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A estas alturas, por desgracia, la noticia no es relevante en sí misma. Sin embargo, el delito que se les imputa convierte este caso en un paradigma, un ejemplo digno de figurar en los libros de texto del futuro. Victoria y Figar pagaron con dinero público a una empresa privada a cambio de dificultar la difusión en los medios de los casos de corrupción que afectaban al gobierno del que formaban parte. Corrupción sobre corrupción sobre corrupción. Esto no lo habría mejorado ni el conde de Romanones.

Las conclusiones que se pueden extraer de este pasmoso ejercicio de preciosismo son más complejas. Porque si las cosas han llegado hasta este punto, los términos que se están barajando tal vez resulten insuficientes, si no completamente erróneos. No se trata de viejas y nuevas prácticas, de renovación generacional, de asumir o repudiar una herencia.

Malversar dinero público es un delito, no un estilo de hacer política. La impunidad con el que se ha cometido de manera continuada en lugares como Madrid no tiene nada que ver con los programas, las políticas, la ideología de uno u otro partido, sino con un concepto patrimonial de la administración. Gobernar un territorio no es poseerlo, apoderarse de él. Los ciudadanos deberíamos recordar más a menudo que el Estado es nuestro, y de nadie más.