La maestra
Usted me enseñó, cuando era niño, a amar los números y a confiar en mí mismo, y le estaré siempre agradecido por ello
Madrid
La anciana señorita Staufen se toma la vida con calma. No encuentra ninguna razón para correr. Debe de ser la única, porque cuando se asoma a la ventana tiene la sensación de que todos se apresuran para nada, de un sitio para otros, como si tuvieran urgentes asuntos de los que ocuparse. Colas. Trámites. Favores. Hospitales.
Esa mañana ha recibido una carta. Prepara el té, que le gusta dulce y muy intenso, pero que se tiene que tomar, qué remedio, flojo y sin azúcar, y que al menos la mantiene despierta y caliente. Son malos años para su país: la guerra ha hundido sus garras en la carne tierna de los ciudadanos. Con calma, como quien desenvuelve un caramelo, abre la carta.
“Querida señorita Staufen –dice-, espero encontrarla bien, y le deseo un feliz cumpleaños. Ojalá reciba muchas postales y presentes. ¿Es posible aún encontrar perfume, aunque sea en el mercado negro? Hoy es el día en el que huelo a violetas y me acuerdo de usted. Me encantaría poderle regalar un frasquito. Usted me enseñó, cuando era niño, a amar los números y a confiar en mí mismo, y le estaré siempre agradecido por ello. Me defendió, cuando todos creían que era un estúpido sin futuro. Las cosas no me van del todo mal aquí, aunque son épocas duras para todos. Espero que me permitan regresar pronto a Alemania. Los sueños son gratis. Feliz cumpleaños, queridísima señorita Staufen. Cuídese mucho. Usted es un bien valioso. Un afectuoso abrazo de su antiguo alumno y amigo. Albert Einstein”.
