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Día de la Música

Los extraños milagros de la música

Hay conexiones de lo más extrañas entre artistas, discos o canciones con ciudades, personas y comidas. Una absurda reflexión con motivo del Día de la Música

David Bowie durante una actuación en Bruselas en mayo de 1983 / GETTY IMAGES

Madrid

Suelen asociar a Nietzsche la frase “la vida sin música sería un error”. Es poco probable que el pensador prusiano dijese aquello, sin embargo la sentencia resulta tan redonda que si yo fuese el filósofo no renegaría de ella.

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La vida sin música sería un error, no me cabe la menor duda. Sería más gris, más triste, menos intensa. La música, después de todo, es la banda sonora de nuestras vidas. Lo es de tal modo que hay ciudades que son canciones, años que son riffs de guitarra y personas que son determinados artistas. También hay calles que son discos, pero son las menos. Hay países que son bandas, incluso solistas. Aunque esos músicos jamás las hayan pisado. De ese modo, y al menos para mí, Berlín es Billie Holiday de la misma extraña manera que Nueva York es Chet Baker o París suena a los primeros Stones.

Es curioso, y ahí reside la magia de la música, como cosas totalmente inconexas quedan unidas para siempre en tu interior a través de canciones. Mi padre es Neil Diamond tanto como mi madre me recuerda a Sinatra o mi hija a David Bowie. Pero no todo el mundo queda tan definido. Mi chica, sin embargo, no es una canción o un artista, para mi ella es un género con todas sus canciones y artistas.

Mi calle, por otro lado, es un disco de Antonio Vega, aunque he olvidado cuál. La Paz, el hospital, es una época, La Cibeles suena a flamenco y El Retiro a Bob Dylan de bajona. La M30 son los Guns and Roses berrando el Welcome to the jungle, pero las autopistas son otra cosa, supongo que depende del punto del destino.

El invierno es siempre Tom Waits, con bufanda y calcetines largos. La primavera, curiosamente, es Paolo Conte en pijama fumando el primer cigarro del día. El otoño es Motown y el verano son todas las canciones y al vez ninguna. El café recién hecho es Otis Redding y las mañanas de los domingos son Nina Simone cuando se levantaba triste. Los aviones son el Abbey Road, no me pregunte por qué.

Tengo tres amigos que son blues, dos que son reggae y uno que es afrobeat, la mayoría son rock de los noventa y otro, que es muy raro, es la Velvet Underground tocando en acústico. También conocí a un tipo que tenía un bar y que siendo de lo más delgado siempre lo asocié a Solomon Burke. Nunca supe el motivo. La tortilla de patatas son los Gypsy Kings del mismo modo que el cocido es el Honestidad Brutal de Calamaro. La cerveza, dependiendo de la marca, son Rosendo o Lou Reed. Y siempre, y sin duda, los macarrones son la Creedence.

Son cosas extrañas, asociaciones libres y personales y quizá por ello, cuando los artistas mueren una parte de nosotros se va con ellos, como si de pronto una ciudad, un parque o un amigo se hubiese ido también. Todo esto confirma aquella idea prusiana de que la vida sin música sería un error. Las cosas serían más tristes y como decía aquel registrador de la propiedad un vaso sería un vaso y un plato un plato. Así, tan vulgar y tan triste.

 
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