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Bartleby. La revolución de la cortesía

¿Por qué inventar excusas cuando podemos, simplemente, decir que no queremos hacer algo?

ilustración de la edición de Nórdica Libros para 'Bartleby, el escribiente'. / Javier Zabala

Madrid

Bartleby, el escribiente, escrita en 1853 por Herman Melville, aún hoy trae de cabeza a muy diferentes teóricos. Nadie sabe muy bien qué significa. Borges, cuando prologó una de las traducciones del libro, dijo de él que era, simplemente, sobre lo inútil que es la vida. Pero muchos otros piensan que aloja un relato sobre la desobediencia.

El derecho a no narrar de Bartleby

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Es una historia ambientada en un despacho de abogados, en Nueva York, en el siglo XIX, y  al que llega un trabajador nuevo. Un copista. Alguien que, en principio, recibirá y ejecutará órdenes sencillas, difíciles de malinterpretar. Solo tiene que copiar documentos a mano. Hechas las presentaciones, llega el giro. El empleador, que además es el narrador de la obra, pide un recado a Bartleby y escucha, a cambio: "Preferiría no hacerlo".

¿Por qué? Una de las teorías más asentadas es que Bartleby es un rebelde y el libro, un retrato doloroso sobre el mercado. Aunque en castellano lo conocemos solo como Bartleby, el escribiente, la obra va acompañada de un subtítulo: una historia de Wall Street. Por eso, se siente que la desobediencia de este copista es una crítica a ese sistema. Un trabajador que dice no a formar parte de unos mercados que van alcanzando unas escalas cada vez más frías. Melville describe la oficina como "una gran cisterna cuadrada". Él trabajó en una, durante algunos años, antes de enrolarse al mar. De la oficina salió este cuento. Y de sus aventuras por el mar, la obra por la que más se le conoce, Moby Dick.

Entonces, ¿es este escribiente un revolucionario? Han pasado cinco años desde que Marx publicara el Manifiesto comunista. Aquello de "proletarios del mundo, uníos". Pero Bartebly actúa solo. Además, su desobediencia no cambia nada. Simplemente, acaba muriendo de hambre, a pesar de que su gerente trata de convencerle una y otra vez de que no lo haga, de que salga de su ensimismamiento.

Hay quienes ven en él una suerte de resistencia pacífica. A mediados del siglo 20, justo un siglo después, nació el situacionismo: en lugar de unirnos, soñar con un gran cambio, debemos actuar allá donde vivimos, en nuestro entorno. Pero la revolución de Bartleby es quizá el uso que hace de la cortesía. La tranquilidad con la que dice que no. Es más, habla en condicional.

En nuestra idea tradicional de cortesía, suena hasta descortés, beligerante, decir que no. Cuando no tendría por qué. Cuando ocurren los referendos de Grecia, hace tres años, algunos psicólogos anotaron que, ante la duda, y en igualdad de condiciones, la gente siempre elegía el sí al no. Bartleby no monta una barricada, sino que responde a la burguesía creciente con su propio lenguaje: dice que no con una afabilidad y una calma pasmosas.

En la literatura, sobre todo en la literatura posterior, la del siglo XX, hay una crítica a la cortesía. Si pensamos en el teatro del absurdo, los diálogos son siempre los propios de gente educada, burguesa. Sin embargo, nunca nadie responde a nadie. Los personajes hablan, pero no se comunican. La cortesía es el lenguaje de la incomunicación.

Bartleby hace un uso revolucionario de la cortesía, porque le lleva a la incomunicación con su empleador. Cortar la comunicación es, también, lo que hacemos cuando hemos desistido de escuchar, de negociar con el adversario. Cuando hay diálogo, no hay lugar para la guerra. Cortar el diálogo es lo que hacemos cuando dejamos de pactar un camino por el otro y emprendemos nuestra propia lucha, bajo nuestro propio criterio.

Hoy hablamos demasiado. Y lo hacemos, entre otras cosas, para justificar nuestros actos más censurables. Por ejemplo, un gran patrono suele justificar los desmanes que pueda cometer hablándonos de cómo empezó a trabajar sin apenas dinero. O una persona cruel puede  su mal carácter en haberlo vivido, de mano de los otros, en algún momento de su vida. Pero vaya: el derecho a narrar nos acompaña hasta cuando llegamos tarde.  El giro revolucionario de Bartleby es que él, en cambio, no habla.

Según Judith Butler, actuar libremente significa no dar cuenta de nosotros mismos, esto es, renunciar a someternos al lenguaje de los otros, que es lo que hacemos cuando damos explicaciones. Sin embargo, lo realmente útil de la no narración es que también alivia a quienes escuchan. Nosotros mismos decimos a los políticos que hablan demasiado: entendemos que cuando hablan es porque no cumplen. Es decir: que nada hay más valiente y generoso que Bartleby, que no nos cuenta que le duelen las manos, o que ha perdido la práctica de la escritura. No escribe, aunque este sea su cometido porque, simplemente, prefiere no hacerlo.

 
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