Historia de una escalera. Sí se puede, pero no quieren
El destino, en la tragedia de Buero, no es mágico. Depende de las voluntades, aunque la política hoy nos diga lo contrario
Madrid
Aunque es pobre, Fernando, uno de los protagonistas de Historia de una escalera, sueña con ser un gran ingeniero. Y además, publicará poesía. Así despierta la pieza de teatro firmada por Antonio Buero Vallejo y que va camino de cumplir las siete décadas. Cuando se estrenó, en plena posguerra, y cuando ganó el premio Lope de Vega, el autor, republicano, aún estaba en libertad condicional. Antes, había conocido la prisión. Él mismo, le cuenta Fran Pastor a Macarena Berlín, describió este trabajo como una tragedia.
La escalera de Buero. Ni el destino ni las finanzas son mágicas, ni religiosas
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Porque Fernando no será ingeniero, aunque se haya casado con una mujer rica, en su tentativa de ascender socialmente —algo que quizá simbolice la misma escalera de vecinos que aloja la obra—. Y los sueños sindicalistas de Urbano, que habla de la solidaridad entre los trabajadores, tampoco logran sacar, en las tres décadas que recorre la obra, a uno y otro de la escalera. En este sentido, la obra es pesimista y conservadora: ni la meritocracia ni la resistencia logran alejar a estos soñadores de la pobreza. Ahí está la idea trágica del destino, y del eterno retorno que menciona Nietzsche. Para Schopenhauer, las personas somos esclavas de nuestra voluntad, que está por encima de nosotros, y no al contrario.
Fernando y Urbano pueden encarnar, de igual manera, a las dos izquierdas de la Segunda República. El primero, que sueña con ser poeta, esa España republicana, culta y moderna, del Ateneo y la masonería. El segundo, en cambio, la deriva revolucionaria. Y los dos, en la Historia como en la pieza, acaban arrasados por la realidad. En Norteamérica, los soñadores, o dreamers, componen una clase social propia: la de los inmigrantes que llegan allí y creen que, trabajando duro, podrán alcanzar el bienestar. Y alimentan el mismo engranaje que, hace poco tiempo, les ha puesto un muro.
El pesimismo es, siempre, aquello a lo que aluden muchos políticos cuando alguien promete un cambio: aquello de que todos son, en realidad, iguales. O que nada cambiará, de forma relevante, nunca. Pero, en esta obra clásica, estructurada en tres actos, hay algo más: aquel primer equívoco que desencadenará la tragedia. Fernando, en lugar de trabajar, de cumplir lo prometido, se mueve por la pereza y se casa con quien, en realidad, no quería. También se resiste a asumir quién es, como le ocurría a aquel astronauta en Toy Story, y que descartaba reconocer que él, como los demás, era un juguete.
Así que el destino de Historia de una escalera, al contrario de como ocurre en las tragedias clásicas, quizá no acuda a un poder mágico o religioso —como, en política, son en ocasiones de corte mágico y religioso nuestras alusiones a los mercados, a las finanzas—. Es un sino demarcado por la falta de voluntad y la pereza del protagonista. Sí se puede, pero no quieren, que escuchábamos en las manifestaciones y en las acampadas de la madrileña Puerta del Sol. Justo como Fernando, retratado por sus vecinos como alguien que siempre lograría lo que quisiera. Pudo, pero no quiso.