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Muertos, como los de Joyce, estamos todos

El cuento firmado en 1914, a través de un baile y un vals, parodia nuestros encuentros sociales, donde nada ocurre nunca

Salón dispuesto para una cena de gala. / FINLEY

Dublín

Los muertos es el cuento más conocido firmado por el irlandés James Joyce. Alojado en la colección Dublineses, y firmado en 1914, nos lleva hasta una cena y fiesta de gala. Y a ritmo de vals. En él, lo más parecido a la acción ocurre siempre a partir del diálogo. Con todo, durante la primera parte del cuento, las conversaciones son siempre banales. Las descripciones de cómo es la comida, y de cómo se sirve, al principio del cuento, larguísimas. Sus personajes parecen olvidar los consejos de Virginia Woolf: los grandes eventos no se recuerdan por lo que en ellos se comió, sino por lo que se dijo en ellos.

Morir en vida es seguir la fiesta paso por paso

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Es una fiesta, en cualquier caso, ordenada. Baile, cena, discurso, canción. Sobre todo, las fiestas de este tipo... Son, en ocasiones, una simulación de la diversión en la que, muchas veces, en realidad todo el mundo se aburre. Lo personal es político, decía Simone de Beauvoir, y la política se parece a esta fiesta: los partidos políticos representan un papel y discuten, en el arco parlamentario, aunque los acuerdos y desacuerdos a los que han llegado están fuera de ese arco, pactados de antemano en los despachos. Lo realmente aburrido de la fiesta de Joyce es eso mismo: la cena está pactada, plato por plato. La conversación, probablemente, también. Y hasta el baile, el punto de la fiesta que debería reconciliarnos más con nuestra condición humana.

El vals, una composición cíclica, repite patrones todo el rato. La fiesta es, asimismo, una fiesta anual. Los personajes se enorgullecen de llevar treinta años realizando la misma fiesta. Que las cosas se repitan una vez al año en el calendario nos lleva a una idea grecorromana, circular, del tiempo. Esto contrasta con la certeza occidenta de que el tiempo, en realidad, es lineal. La fiesta de Joyce se celebra en pleno invierno. Mientras ellos bailan dentro, es decir, celebran una ceremonia, afuera nieva. Y por las ventanas entran sombras espectrales. 

Todo lo relativo a la muerte, a la oscuridad, entra solo por la ventana. Gabriel, el protagonista, en lugar de tomar un dulce por el postre, como hacen otros invitados, elige comer algo de apio, como le recomienda el médico. Curiosamente, nuestra idea contemporánea de fiesta sí está muy unida a la idea de la destrucción. Son todo un leve coqueteo con la muerte: comemos más de la cuenta, bebemos, echamos por la borda todo lo que concierne a nuestra salud. Una auténtica diva, decían las vedetes madrileñas en los 80, son aquellas que mueren un poco cada noche. En las bodas, hasta nos regalan tabaco, seamos o no fumadores.

Las organizadoras de esta fiesta son tres, como las tres gracias. Un protagonista se llega a referir a ellas así. Pero también eran tres las parcas. Las hilanderas que decidían cuándo se acababa el hilo de nuestra vida. Estas custodias, en cambio, marcan el orden de la fiesta. Cuándo salen los platos a la mesa, quién baila con quién y cuándo toca marcharse. También Los otros, de Alejandro Amenábar, vivían muertos, y entregados a rituales, valores y órdenes muy concretos. Eran muy religiosos.

Las religiones nos ayudan a apartarnos del miedo a la muerte, y también se valen de ceremonias muy concretas que deben repetirse, fecha tras fecha, año tras año, de forma exacta, paso por paso. Como en la fiesta de Joyce, cuyos muertos, quizá, no eran tanto quienes se encontraban fuera de la fiesta, sepultados por la nieve, sino quienes estaban dentro. Dentro de una celebración ritual, esta es: lo opuesto a lo natural y a la vida.

 
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