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Al faro. La victoria de la hospitalidad

La obra firmada por Virginia Woolf retrata a un matrimonio. Él, enjuto, hiératico. Ella, amable y optimista, alcanza la inmortalidad

Retrato de Virginia Woolf. / ARCHIVO

Madrid

En Al faro, el trabajo firmado por Virginia Woolf en 1927, acompañamos, durante dos días, a una familia: un matrimonio con hijos que pasa el verano en la costa de Inglaterra, en una casa. Una narración que viaja siempre en estilo indirecto libre, y en el que nos colamos como nunca en la mente, principalmente, de dos personajes.  La señora Ramsay y su marido.

"Woolf viaja desde los ojos de un personaje a otro, todo el tiempo. Nunca pone su propia mirada"

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Van a dar una cena. Y la ventana es el lugar desde el que ella, la señora de la casa, mira hacia el exterior. Lo que hay fuera es el mundo de los hombres. Y lo que hay dentro, y desde donde ella cuida de uno de sus hijos, es el suyo. Pero ella mira por la ventana, el lugar que une las dos cosas. Los niños de la casa sueñan con una excursión, una excursión al faro. Mientras la madre siente que habrá buen tiempo, y no encuentra ningún motivo para llenar de pesimismo a sus hijos, el marido permanece distante, hierático. Les recuerda una y otra vez que lloverá y no podrán ir. Este es el principal conflicto de toda la obra. La supuesta verdad expuesta por el marido, el hombre, frente al ensueño de la mujer.

El señor Ramsay, filósofo, se siente mayor y carente del afecto de los más jóvenes. No es casual que la respuesta de su mujer, frente a los largos tratados de filosofía por los que vaga su marido, sea, en cambio, la poesía. La razón, frente al sentimiento.

Woolf viaja desde los ojos de un personaje a otro, todo el tiempo. Nunca pone su propia mirada. Toda la historia se hila a través de los pensamientos de los personajes. No hay categóricos absolutos, ni un solo tiempo, ni un solo espacio. La ventana es, de hecho, una declaración de intenciones: todo lo que percibimos de la realidad nos llega a través de un agujero, de una sección con una forma concreta. Y frente a esa humildad del relativismo está el señor Ramsay. La idea de que hay una verdad absoluta.

El señor Ramsay está obsesionado con levantar una obra que permanezca cuando él ya no esté. Esa es su idea de la inmortalidad. La señora Ramsay, que acoge a sus amigos en esa casa de verano, no piensa en la muerte. Solo en ser feliz. 

Cuando ella muere, todo se desmorona. Y, para lograr reunir a su familia de nuevo, el señor Ramsay cede por primera vez. Diez años después, emprende ese viaje al faro que él no creyó oportuno realizar. Y llegan. Ese es el tipo de inmortalidad que ella, desde su humildad, ha alcanzado. Y que él, a través de los libros, desde esa búsqueda reiterada de reconocimiento, no.

En Al faro, la amabilidad, el optimismo, la buena fe o la compasión no son los valores de la fragilidad, ni de la derrota. Son, al contrario, los valores de la victoria. Y quienes renegaban de ellos, quienes decían defender una sola inteligencia, acaban capitulando. La bondad y la generosidad no son un sinónimo de fragilidad, sino de fuerza. La bondad, en Al faro, es justo lo que trae armonía y justicia. Lo que nos aleja del caos. Como decía Mario Benedetti, defender la alegría.

 
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