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Esa cuestión palpitante

Emilia Pardo Bazán no rehuyó ningún enfrentamiento ni se frenó por ninguna opinión crítica

Retrato de Emilia Pardo Bazán / Joaquín Sorolla

Madrid

Quién hubiera podido asistir a alguna de sus clases, en la Universidad Central de Madrid, donde fue la primera catedrática, pese a su falta de estudios universitarios: no es que la condesa de Pardo Bazán necesitara una licenciatura para probar su valía. Hablaba francés, inglés, alemán e italiano, recibió una educación esmerada, propia de una hija única de un aristócrata liberal, con acceso ilimitado a las mejores bibliotecas del momento, y ni siquiera sus detractores podían negar su formidable inteligencia, su erudición y su curiosidad.

"La realidad, desde luego, estaba allí para quien deseara mirarla y narrarla: pero pocos lo hacían"

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Con el tiempo, los alumnos claudicaron y se reunieron a sus pies: llegó a reunir más de 800 asistentes a sus clases, frente a los doscientos cincuenta de Ramón y Cajal. Unos años antes, en Oviedo, otro genio, Clarín, impartía también clases; pero si como profesor resultaba incorruptible, como crítico literario se mostró parcial y mezquino. Con Pardo Bazán, a quien le había unido el krausismo, la creencia en la educación y la fascinación por el realismo, fue particularmente cruel: después de haber sido su amigo y prologuista, la atacó en lo único que podía, en su condición de mujer.

Otros, como Valera, dijeron cosas como que su trasero era demasiado gordo como para caber en un sillón de la Real Academia de la Lengua. Es una lástima leer lo que aquellos escritores, muchos ellos espléndidos, pensaban de una colega mujer. Ni siquiera el contexto de la época justifica esa mezquindad y esa bajeza. Excepciones honrosas fueron Pérez Galdós, Lázaro Galdiano y Giner de los Ríos.

En honor a la verdad hay que decir que Emilia Pardo Bazán no rehuyó ningún enfrentamiento ni se frenó por ninguna opinión crítica. Escribió lo que quiso desde la temprana edad de trece años, y cuando su marido, un abogado impuesto por su padre, se propuso controlarla y convencerla que de lo expuesto en Una cuestión palpitante era ir demasiado lejos, llegó al acuerdo de una separación discreta y amistosa con él. Viajó cuando nadie lo hacía, envió fascinantes crónicas como corresponsal durante el tiempo que estuvo fuera, y para que no pudieran controlar lo que escribía, fundó sus propias publicaciones.

Al fin y al cabo, la condesa de Pardo Bazán había logrado lo que por esos años comenzaba a defender Virginia Woolf. Poseía una habitación propia, el pazo de Meirás, e independencia económica. Era la prueba viviente de que con esas dos armas, una mujer podía medirse, si lo deseaba, si era capaz de saltar sobre lo que implicaba ser una intelectual, con cualquier competidor. A diferencia de la inglesa, Pardo Bazán no sentía un vacío ni un silencio a la hora de hablar del sexo; sus personajes, desde las carnales y casi telúricas criaturas de Los pazos de Ulloa a la descarada Amparo, la cigarrera de La Tribuna, muestran una naturalidad con sus cuerpos y su deseo que tardará décadas en volver a alcanzarse.

La realidad, desde luego, estaba allí para quien deseara mirarla y narrarla: pero pocos lo hacían. En Coruña, la Marineda de sus novelas, se mantuvo abierta por muchos años la fábrica de tabaco donde la escritora se documentó exhaustivamente. Una cigarrera muy diferente a la Carmen sevillana que describirá Merimée, y que al parecer debe mucho a una figura histórica, Águeda Montes, La Republicana, una revolucionaria santanderina que provenía también de una tabacalera. Solo un puñado de hombres, y dos o tres mujeres se atrevieron a analizar el fascinante cambio de la sociedad española del siglo XIX y principios del XX. Qué lástima que la envidia les dividiera de esa manera.

Quién hubiera podido asistir a algunas de sus clases en las que discutía si el realismo debía huir o no del verismo, indagar en la herencia biológica o alejarse del folletín, en el que ella misma caía en algunas ocasiones. Sus alumnos y sus amantes recuerdan su irresistible encanto, la capacidad de seducción de su palabra y la mezcla de ternura y humor que invadía sus frases. Es fácil imaginarla, solo con abrir una de sus novelas.

 
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