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Juicios contra animales

Hace siglos había otra mentalidad y los juicios contra diversos animales, con abogado defensor y toda la parafernalia, tenían su explicación en las creencias religiosas tan arraigadas de la Edad Media y en el carácter supersticioso de sus vidas

Madrid

Lo que acontecía en un poblado que se saliera de lo normal era considerado sospechoso y había que buscar un chivo expiatorio. Siempre había un clérigo, un juez o un obispo que justificaba la ejecución de un animal (fuera un cerdo, una vaca o una rata) alegando que se había contravenido la ley de Dios y que, por tanto, por muy irracional que fuera el bicho, había que juzgarle, condenarle y, llegado el caso, excomulgarle y ejecutarle. Para colmo, el pueblo acogía de buen grado este tipo de juicios absurdos e histriónicos. Y no eran ni uno ni dos. Hubo juicios contra osos, perros, gatos, bueyes, cochinillas, gorgojos, orugas, termitas, lagartijas, ratones de campo, enjambres de abejas y lo que se les ocurra.

Todos estos procesos son originales de por sí, pero hay algunos que se llevan la palma. Por ejemplo, se conoce un caso de agosto de 1474 en que un tribunal de Basilea condenó a la hoguera a un gallo que puso un huevo del que salió una serpiente. Por entonces existía la creencia de que, del huevo de un gallo, tan antinatural, podía nacer un basilisco. El gallo y su huevo fueron quemados públicamente en un auto de fe al que asistió toda la ciudad.

Al lado de sucesos históricos hay leyendas de dudosa credibilidad que remarcan los poderes de un determinado santo, como esa que dice que San Bernardo de Claraval predicaba en una iglesia de Foligny y, harto del zumbido de las moscas a su alrededor, gritó mientras leía las Escrituras: “¡Oh, moscas, yo os denuncio!” y en ese instante cayeron todas fulminadas.

Fuera o no verdad, para acto de picaresca eclesiástica el que aconteció en el año 1690. Una invasión de orugas estaba acabando con las cosechas de un valle en Puy-de-Dome y el vicario local incoa un procedimiento para calmar los ánimos de la población. Su tribunal juzga a las orugas y les ordena retirarse. Como éstas desobedecen, son excomulgadas. El pueblo quiere comprobar los efectos fulminantes y lo que ven son mariposas que se van por el aire, ninguna oruga. En agradecimiento, los pobres campesinos aceptan pagar “los diezmos e impuestos atrasados” que le debían, justamente, al obispo. Todos contentos.

Y algún que otro perro también ha pagado las iras de los hombres. Un mastín portugués fue condenado a la hoguera en 1534 por ladrarle a la imagen de San José en una procesión. El perro desobedece las órdenes de callarse que le da el mismo arzobispo, y es considerado un herético, por contumaz. O un perro de Ávila, en el 1200, que fue condenado como cómplice de un salteador que lo había entrenado para robar bolsas y comida. Al ladrón le cortaron la mano derecha y con el perro, “por su buena naturaleza”, lo dejaron ir con apenas veinte azotes. Lo más gracioso fue un chucho callejero que paseaba por la villa y corte de Madrid a finales del siglo XVIII con un cartel colgado al cuello en el que se leía “Soy de Godoy. ¡No temo a nada!” Y Godoy, que por entonces era primer ministro del Estado y carente de sentido del humor, manda arrestar al perro y, al no encontrar al dueño, ordena su ingreso en las prisiones militares. Ahí se le pierde el rastro. Al perro y a Godoy, que al poco cayó en desgracia.

 
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