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Morir y volar

Decía que, si uno lo deseaba con suficiente fuerza, podía volar. "¿Volar en avión?", preguntaba yo. "No, respondía él, "Volar como un pájaro"

La periodista argentina Leila Guerriero / Cadena SER

Buenos Aires

Cuando terminaba la tarde, y mi padre volvía del trabajo, nos sentábamos en el living y él me contaba historias. Le gustaba usarse como el centro de una fábula generosa. Me mostraba, por ejemplo, una cicatriz que tenía en el dedo meñique y, mientras yo tocaba ese montículo de piel suave, me decía que allí, durante muchos años, había tenido un sexto dedo. Me encantaba asustarme cerca suyo, escuchar la historia del séptimo hijo varón que se transformaba en lobo con la luna llena, la de la muerta vestida de novia que se aparecía en el parque municipal. A veces me llevaba a ese parque por la noche, y avanzaba en camioneta por un camino de tierra tenebroso diciendo “Vamos a ver si aparece”. Nunca aparecía, pero si eso hubiera sucedido no me hubiera importado porque, aunque el mundo hirviera de apocalipsis, él podía salvarme de cualquier cosa. En esos años hablaba de una convicción que mantuvo durante mucho tiempo. Decía que, si uno lo deseaba con suficiente fuerza, podía volar. “¿Volar en avión?”, preguntaba yo. “No, respondía él, “Volar como un pájaro”. Un día descubrí que existía la muerte, no me acuerdo cómo. Le pregunté si yo también me iba a morir y, con una sola frase, me declaró inmortal: “Hija –me dijo-, si cuando llegue el momento no te querés morir, nadie te va a obligar”. Ayer estaba leyendo un libro de conversaciones entre el poeta chileno Raúl Zurita y el ensayista mexicano Ilan Stavans, y descubrí que Zurita le había dicho lo mismo a un hijo suyo: “dije la mentira más enorme de mi vida –recuerda Zurita-: “hijo, no se preocupe, cuando sea viejito usted va a elegir y si no se quiere morir no se muere”. En el mismo libro, pocas páginas después, dice: “La poesía tiene rotundamente que ver con la piedad, pero el precio que les cobra a sus oficiantes puede ser feroz (…) Es como si les tuviera rencor”. Mi padre no es poeta, pero debe haber pagado un precio por las cosas que pensaba. O quizás lo esté pagando yo. Hace meses que no lo veo porque vivimos lejos, en ciudades distintas. El otro día lo llamé y me dijo algo terrible: “Con esto de la pandemia, el mundo se nos ha caído encima”. Era una frase de derrota en un hombre al que nunca vi derrotado. Hoy caminé por la avenida Corrientes. El asfalto parecía limpio, igual que las vidrieras, los autos, las personas. Todo estaba cubierto por una mortalidad enternecedora. Me sentí más fuerte que yo misma. Nada podía hacerme daño, yo no podía hacerle daño a nada. Y pensé que mi padre tenía razón en algo. Yo, como todos, voy a morir. Pero, antes de eso, algunas veces pude volar.

 
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