La calma
"Caminé hacia la calma con convicción y voluntad guerrera, susurrando la melodía del recogimiento, repitiéndome en silencio los virtuosos versos de la alegría, deslizándome por las horas gloriosas de la ausencia de martirio"
'La calma', por Leila Guerriero
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Buenos Aires
Espero que el mar haya sido bueno con ustedes. Que la montaña, que las islas, que las sierras, que el río, que el campo hayan sido buenos con ustedes. Que las aguas hayan sido cálidas y el cielo frío. Durante todos los días en los que no estuve aquí, en los que no les hablé ni me escucharon, busqué un sereno camino hacia la calma. Dispuse sobre mi mesa de trabajo aquí los miedos, aquí las búsquedas que no valen la pena, aquí las luchas carniceras, aquí los dragones, aquí las moscas y los insectos, aquí la bruma. Abrí las puertas asombrosas de mis placares, su madera de color caramelo, y guardé en ellos la furia y la pena, el óxido y la melancolía, los vestidos antiguos que se usan para cubrir el vacío, las botas sucias de pisar el vértigo. Mientras allí afuera todos rezaban la Oración de la Santa Vacuna, el credo del Temido Rebrote, y se hincaban ante el altar de la Nueva Normalidad inhalando el aroma del Bendito Barbijo, cantando loas a los Arcanos de la Infectología, esperando que el Oráculo del Gran Epidemiólogo no arrojara la carta del ahorcado, yo puse todas las canciones tristes en un cajón de difícil acceso y me deshice de las fotos fijas del pasado reciente: de ese mundo sumido bajo la ceniza inmóvil. Caminé hacia la calma con convicción y voluntad guerrera, susurrando la melodía del recogimiento, repitiéndome en silencio los virtuosos versos de la alegría, deslizándome por las horas gloriosas de la ausencia de martirio.
Finalmente, por supuesto, todo salió mal. Fue de mañana, o de tarde, ya no importa. Era, eso sí, un día de sol. Los vestidos antiguos salieron como monstruos por las puertas de los placares, las fotos de los muertos se me clavaron en el cuello con la potencia de dientes capaces de comandar ejércitos, el sol negro de la melancolía se irguió sobre las plantas del balcón y las quemó con sus uñas de viejo. Y, de un momento para otro, todo estuvo ahí de nuevo: la furia y la pena, las moscas, los insectos, las luchas carniceras. Todo había brillado con tanta desmesura que no podía durar. “Quizá nos la pasamos siempre lanzando nuestro cuerpo/ hacia aquello que nos ha de destruir”, escribe la poeta californiana Ada Limón. Yo, como muchos, me lanzo una y otra vez contra la calma. Pero la calma no me destruye. Me destruye buscarla tanto, con esta intensidad asesina.
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