Las secuelas de la violencia en el medio ambiente
Viajamos a Colombia y Mozambique para conocer los impactos ambientales de la violencia y el protagonismo de los recursos naturales para establecer la paz
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Una vereda bañada por el río Cauca, en Colombia, es la región de nacimiento de Clemencia Carabalí. Con una violencia instalada, la situación que ha generado la pandemia está haciendo crecer especialmente la violencia contra las mujeres, lamenta la afrocolombiana. Ella trabaja por convertir su región en un espacio que dé cabida a todos y todas, libre de armas y de quienes quieren explotar sus recursos.
Clemencia lleva 22 años construyendo paz. Al frente de la Asociación de Mujeres Afrodescendientes del Norte del Cauca (ASOM), ha sido galardonada con el Premio Nacional de Derechos Humanos de Colombia. Líderes como ella son asesinados cada día en Colombia y la propia Clemencia ha sufrido varias amenazas y hasta un atentado por defender el cambio hacia la paz.
Entre amenazas y ataques, un episodio ha marcado especialmente la vida de Clemencia. Embarazada de su segundo hijo, recuerda cómo llegaron los paramilitares a la región, sufrió una complicación y, ante la prohibición de salir de casa incluso para buscar ayuda sanitaria, perdió a su bebé.
Al menos el 40% de los conflictos internos de los últimos 60 años han tenido relación con la explotación de los recursos naturales, según datos de Naciones Unidas. En Colombia, la firma del Acuerdo de Paz en 2016 no ha puesto fin a la violencia.
Por sus recursos y posición geográfica, regiones como la de La Balsa sufren intereses cruzados que dificultan la convivencia. “El acuerdo de paz no hace parte de las prioridades de este Gobierno”, lamenta Clemencia. Su lento avance acrecienta la brecha de desigualdad entre el campo y la ciudad.
La falta de servicios básicos como la educación, la salud o el agua potable en estos territorios, hace que la paz no tenga el impacto que esperaban. “Esa es una de las razones por las que siguen asesinando a líderes, siguen los problemas de amenazas, violación…”. La defensora de los derechos humanos asegura que además los cultivos ilícitos han crecido por la falta de políticas claras y contundentes para su erradicación voluntaria.
En asociación con Alianza por la Solidaridad, ASOM ha puesto en marcha una escuela de mujeres constructoras de paz, un proyecto para formar y empoderar a mujeres que puedan “seguir levantando su voz por la defensa y reivindicación de sus derechos tanto humanos como territoriales”, explica la líder.
La guerra del gas en Mozambique
Mozambique es otro claro ejemplo de las secuelas que están dejando las armas en el medio ambiente. En la región norteña de Cabo Delgado fronteriza con Tanzania, desde donde nos habla el responsable de Alianza por la Solidaridad Javier Larios, la insurgencia estalló en cuanto se descubrió el gas en la zona costera.
“Desde 2017 empezaron a atacar y quemar aldeas. Con el tiempo además empezaron a matar personas”, relata. Esta violencia ha ido creciendo desde entonces hasta llegar a las aldeas sede de distrito, dejando varios distritos ocupados por los insurgentes.
Esta violencia se ha atribuido a varios grupos terroristas, entre ellos los Guerreros de Dios, aunque Larios cree que detrás se sitúan asuntos políticos a nivel local que han podido perder el control, una desestabilización que los grupos terroristas han aprovechado.
La situación ha obligado a trasladarse al equipo de trabajo de la organización. De los 2,3 millones de habitantes de Cabo Delgado, el 20% son desplazados internos. Pero la violencia no ha frenado la inversión extranjera para la explotación del gas en una zona se mantiene en calma.