Dos reflexiones sobre el rey emérito y la Constitución
Ante la imposibilidad de pactar una reforma de la Constitución, recomiendo un ejercicio: imaginar que no existe
Madrid
Hoy les propongo dos reflexiones. Una sobre la Constitución y otra sobre el rey emérito. Vayamos con la primera.
Dos reflexiones sobre el rey emérito y la Constitución
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En el Parlamento, bajo el amparo de la Constitución, encontramos a quienes no la votaron, a quienes la votaron tapándose la nariz, a quienes rechazan uno de sus ejes centrales —la existencia de las nacionalidades y regiones—, a quienes impugnan los cuatro artículos del título preliminar —monarquía, unidad de la nación, idioma y bandera—, a quienes no la quieren cambiar, a los que la quieren cambiar un poco, a los que la quieren cambiar del todo y abrir un proceso constituyente, y a los que la rechazan por completo y la consideran su enemiga. Esta heterogeneidad enorme es su debilidad o es su fuerza? En todo caso, revisarla. Algo necesario, a mi juicio, es ahora mismo irreal.
¿En qué punto podrían converger proyectos políticos tan absolutamente divergentes? En mi opinión, sólo en uno. En la convicción de que es el único muro que nos protege del caos. Ya sé que esa es precisamente la gran tentación de los tremendistas, cuyo sueño sería la gran voladura. Pero hasta los tremendistas les asusta el caos. En la inmensa mayoría de los partidos, sea cual sea su posición, incluso su radicalidad, el posibilismo pesa mucho, aunque se abomine de él. Ante la imposibilidad de pactar ni los mínimos de una reforma constitucional, recomiendo un pequeño ejercicio: imaginar que no existe la Constitución y calcular las consecuencias y los riesgos de este vacío.
La reflexión sobre el rey emérito es una combinación de dos interrogantes. ¿Cómo nos argumentaría don Juan Carlos por qué no se planteó antes la regularización de sus ingresos opacos? ¿Con qué palabras lo haría? ¿Y cómo nos argumentaría a la Agencia Tributaria por qué no había iniciado todavía una inspección?