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Napoleón habría perdido en Waterloo por sus hemorroides, según un historiador

De no haber tenido que estar sentado en una bañera para calmar los terribles dolores que le impedían subirse a su caballo, tal vez su estrategia militar hubiese sido otra

Imagen de 'Napoleón cruzando Los Alpes' de Jacques Louis David

Imagen de 'Napoleón cruzando Los Alpes' de Jacques Louis David

Un ataque repentino de almorranas habría llevado a Napoleón a perder la batalla de Waterloo, según una de las 500 anécdotas recogidas por el historiador José Miguel Carrillo de Albornoz en su libro "Las hemorroides de Napoleón".

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En una entrevista concedida a Efe, Carrillo ha dicho que la anécdota que da título al libro es muy ilustrativa de lo banal que puede llegar a ser la Historia. "Napoleón habría perdido la gran y definitiva batalla de Waterloo precisamente porque necesitaba refrescar su imperial trasero y de no haber tenido que estar sentado en una bañera para calmar los terribles dolores que le impedían subirse a su caballo, tal vez su estrategia militar hubiese sido otra". Según el autor, "Las hemorroides de Napoleón" (Styria) demuestra que "la Historia está marcada por hechos que acabaron definiendo lo que luego sería Europa y el mundo".

El historiador apunta que quizá "unos forúnculos espantosos y pestilentes y el consiguiente rechazo social estarían en el origen de la forma de ser y de pensar de Karl Marx, unas ideas que habrían cristalizado en su obra cumbre, ''El Capital''".

Otra de las curiosidades recogidas por Carrillo sorprende al lector actual: la Torre Eiffel podría estar hoy en pleno centro de Barcelona, en donde hay ahora un modesto Arco de Triunfo, y no en París. "Cuando Eiffel presentó la propuesta a las autoridades locales con motivo de la Exposición Universal de 1888, a aquellos prohombres les pareció excéntrica, exagerada y muy costosa, y se construyó en París sólo por un voto y con la idea de derribarla a los pocos años, como luego pidieron diversas manifestaciones populares". Sólo un visionario, añade el historiador, la salvó del derribo porque convenció al resto de que "podría servir como torre para las comunicaciones".

En algunas ocasiones la Historia acabó poniendo en su sitio a aquellos que inicialmente no fueron reconocidos: "Einstein no aprendió a leer hasta los 7 años y rechazaron sus tesis por irrelevantes y poco originales; el general McArthur fue rechazado dos veces en West Point; o que Rodin fue tachado de ''poco talentoso'' por su padre por haber suspendido en el colegio".

Igual de poco afortunados resultaron las decisiones del Ejército inglés que no aceptó a Lawrence de Arabia por no dar la talla o la de la agencia de publicidad neoyorquina que aconsejó a Marilyn Monroe que se dedicara a otra cosa porque "no llegaría a ser ni buena modelo ni buena actriz".

En otros casos, el devenir histórico pudo haber impedido males mayores como cuando "la madre de Hitler llevó al pequeño Adolfo al psiquiatra, quien recomendó que lo internase, pero ella se negó". El autor, que lleva años recopilando estas anécdotas aprovechando las investigaciones que realiza para sus libros, desenmascara algunas ideas aceptadas.

Graham Bell no fue el inventor del teléfono sino Elisha Gray, una inventora autodidacta estadounidense que no alcanzó la gloria "por un error administrativo en el registro de la invención". Tampoco Pasionaria fue la autora de la célebre frase "No pasarán", como se acepta popularmente, sino que fue "un grito de guerra utilizado veinte años antes durante la I Guerra Mundial en la batalla de Verdún, en la que un oficial gritó a sus soldados: ''Il ne passeron pas'' (No pasarán)".

Carrillo desentierra asimismo rarezas de la Historia como que "el rey más breve de todos los tiempos fue Luis Felipe de Portugal, cuyo reinado fue de veinte minutos, el tiempo que sobrevivió al atentado de 1908 en el que murió su padre Carlos I; o que cuando se produjo el magnicidio de Kennedy asesinar al presidente de EEUU no era delito federal".

 
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