Juan Pablo II: Beato tú, Karol Wojtyla
Repasamos los claroscuros de un Papa
La beatificación de Juan Pablo II en Roma acontece en el ambiente pomposo propio de las canonizaciones. El beato podrá ser venerado. Pero deberá esperar todavía para ascender al altar de los santos. El estudio de la causa ha sido uno de los más rápidos en la historia de la Iglesia Católica. Es el último récord del Papa polaco, que en sus 25 años de pontificado ya proclamó 1.338 beatos y 482 santos superando todos los papas juntos en un milenio. Benedicto XVI también bate récord. En un solo día aprobó 495 nuevos beatos de un solo país, un hecho sin precedentes en la historia: todos eran mártires del bando franquista en la Guerra Civil Española.
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Juan Pablo II falleció hace 6 años. Y sin embargo sus últimos discursos, homilías y escritos -especialmente sus improvisaciones- siguen emocionando al mundo católico como si de un testamento universal se tratara.
-Que en el nuevo siglo, vosotros -deseó a modo de despedida-
no seáis instrumento de violencia y de destrucción.
Que alcancéis la paz,
pagando con vuestra persona si es necesario.
Vosotros os esforzaréis con toda vuestra energía,
para hacer esta tierra,
¡cada vez mejor. Y habitable para todos!
Pero su pontificado, el tercer más largo de la historia y el primero que puede explicarse íntegramente con documentos e imágenes, estuvo plagado de contradicciones y constricciones. Juan Pablo II nunca aclaró públicamente las circunstancias de la muerte de su antecesor, Juan Pablo I. Aunque defendió siempre el Concilio Vaticano II frenó su continuidad, renovación y adaptación de la disciplina a los nuevos tiempos. Reforzó sectores ultraconservadores en el seno Iglesia con el mismo énfasis con el que limitó el diálogo con los teólogos progresistas, en general, y con los de la Liberación en particular.
Anticomunista convencido, mantuvo un posición ambigua con las dictaduras latinoamericanas e incluso débil con Pinochet y el régimen chileno o tolerante con el obispo nazi Stepinac de Croacia. Supo rodearse de grandes predicadores, obispos anglicanos, popes ortodoxos, rabinos judíos o imanes musulmanes pero su particular concepción del ecumenismo le impidió la reconciliación con las iglesias cristianas de Rusia y China. Rogó a los grandes del mundo que no hicieran la guerra y siguió convencido que la diplomacia y el diálogo pueden parar las armas de los crímenes contra la humanidad de sanguinarios dictadores.
Su primer catecismo toleraba la pena de muerte, por otro lado vigente en el Estado del Vaticano en los primeros 20 años de su pontificado aunque no se aplicara. Pidió perdón por los errores de los cristianos en dos los milenios pero consiguió escasa contrición en muchos estamentos de la Iglesia. Aunque nunca se pronunció directamente sobre el uso del preservativo fue intransigente con lo que llamó la cultura de la muerte: fecundación artificial, clonación, píldora anticonceptiva, aborto o eutanasia ni siquiera por razones objetivas. Fue exigente en el celibato e inflexible con el sacerdocio femenino. Consideró la homosexualidad un desorden objetivo y una tendencia hacia el mal moral intrínseco. En fin, ignoró o nunca creyó las numerosas denuncias de pedofilia y abusos sexuales de algunos jerarcas y clérigos, toda vez que eran competencia de su Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, quien terminó por reconocer antes de su elección la porquería que escondía la Iglesia.
En los últimos años las palabras de Karol Wojtya adquirieron una dimensión humana y filosófica sin precedentes a medida que envejecía, enfermaba, su voz se debilitaba y no podía o no quería leer los escritos perfectamente estudiados por la jerarquía vaticana. Muchos de sus mensajes empezaron a ser globales, asimilables por todos, fieles o no creyentes, y universales en lo trascendental.
-El hombre no tiene la posibilidad de darse otra vida después de la muerte -dijo lánguidamente en una de sus últimas apariciones públicas en Roma, en un homilía improvisada sobre la muerte que -añadió- en el orden humano es la última palabra. Y como si su vida se deslizara, tras reflexionar sobre la resurrección concluyó:
-Auguro a todos nosotros
-que viváis siempre profundamente.
En el último tramo de su vida Juan Pablo II parecía en ocasiones que volvía a ser el párroco que fue, despojado de todo lo superfluo. Este cambio transformó un Papa muy conservador, y anticuado para las nuevas generaciones, en un anciano a veces gruñón pero entrañable. En abuelo que no admite en silencio el uso del condón ante unos jóvenes modernos que no le toman demasiado en serio y siguen utilizándolo en sus tiendas de campaña en la Jornada Mundial de la Juventud en Roma. En un viejo sabio a quien finalmente terminan por escuchar -nada menos- los 4 millones de nietos del campamento en el que pasan la noche. Y del que los equipos de limpieza retirarían al día siguiente miles de preservativos.
Un pontífice recluido que -ahora se sabe- escapó centenares de veces en secreto del Palacio Apostólico para pasear por las montañas del Abruzzo en solitario. Un pontífice que, contrario a la eutanasia, pocos días antes de morir pidió sencillamente quedarse en su casa. Porque no tenía sentido prolongar su vida en el hospital si sus médicos no podían curarlo.
Hoy sus contradicciones siguen siendo, incluso aumentadas, las de Benedicto XVI, que las ha heredado. Sus aciertos, en cambio, son la asignatura pendiente que no remediará la beatificación solo porque la Congregación para la Causa de los Santos considera confirmado uno de los 251 milagros que atribuye a Karol Wojtya.