Decálogo de supervivencia navideña
- Dice una amiga mía, y dice bien, que los parientes no se eligen. Sobre todo aquellos entrenados con disciplina de comando de guerrilla en los bufets de los todo incluido de los hoteles de la costa. Por tanto conviene pertrecharse adecuadamente, pero sin exagerar, ya que muchos carritos de la compra y alacenas y frigos parece que se llenen para sobrevivir al Sandy y al Katrina juntos, más que a una Navidad. Así, además, evitaremos tener que almacenar turrones más allá del mes de agosto.
- Tampoco hace falta desencadenar cada año la guerra piscológica. ¡Qué más da lo que nos dieran de comer, para bien o para mal, esos cuñados a los que tanto odiamos! Tratar de superar la calidad de aquel marisco o aquel jamón va a ser solo una fuente de estrés y agotamiento, y algo muy pernicioso para el bolsillo, además. El “se van a enterar esos” no pega mucho con el espíritu navideño. ¡Estamos en Navidad: relájese, caray!
- Y ya que hablamos de marisco: oiga, en enero y febrero está igual de rico y cuesta la mitad. Y si no es usted un experto abriendo ostras, ¿para qué las va a comprar? Seguramente van a terminar hechas unos zorros, usted en el hospital con alguna falange amputada de sus preciosas manos de Terminator, y con los nervios destrozados al ver en lo que ha sido capaz de convertir aquel montón de carísimos bivalvos.
- La madre naturaleza, con su increíble sabiduría, no ha llamado a todo el mundo a transitar por los caminos de las artes culinarias. Por suerte tampoco todos nuestros invitados van a tener el paladar de Brillat-Savarin. Por tanto, actúe en consecuencia y aplique el punto segundo de este decálogo: el sentido común. Llamar a un restaurante o acudir a un establecimiento de comidas preparadas no tiene que ser ninguna deshonra. O en todo caso, invente lo justo. Piense que los clásicos nunca pasan de moda y probablemente es lo que sus comensales esperan que les dé.
- Evite los sucedáneos y no convierta su mesa en un quiero y no puedo. El caviar no es negro y mucho menos rojo. De hecho, las huevas de lumpo o pez volador, con el que hacen este sucedáneo, tampoco lo son. Les ponen colorantes. Y el aceite de trufa de verdad no sabe a combustible para coches de Fórmula 1. El Lambrusco, por cierto, entra dentro de la categoría de sucedáneo.
- Los dulces típicos de Navidad son el turrón, el mazapán, los polvorones, los barquillos, el roscón... Los cupcakes, aunque parezcan un arbolito de Navidad, no son una opción aceptable entre gente civilizada.
- ¿Cava o champagne? No se complique la vida. Total, solo se lo van a mojar los labios para el brindis de los postres y ya irán tan cocidos que no se van a dar ni cuenta. Si tiene alguna botella de champagne en casa, guárdela para una mejor ocasión. Y si la botella de cava es buena, más de lo mismo.
- El turrón siempre ha sido de tres tipos: blando, duro o de yema (que tiene más de mazapán mal hecho que de auténtico turrón). El coco y las guindas pertenecen a otro universo. Para eso ya tenemos los Ferrero Rocher y los Mon Chéri ¿no?
- Recuperemos la dignidad del mueble bar en la sobremesa. ¿Se acuerda de él? ¡Sí, hombre! Ese rincón donde antes teníamos un buen whisky, un cognac fetén, Jerez, algún aguardiente, Cointreau y una cosa que se llamaba ginebra y que podía estar lustros sin que nadie la tocara. ¿Recuerda? Lo nuestro con los gin-tonics ha sido muy bonito mientras ha durado, querido, pero ya es absolutamente cansino. Si quiere ser original, piense en mojitos y caipirinhas, por ejemplo. También están muy vistos, y dan algo más de trabajo, pero como mínimo no son el insufrible gin-tonic.
- Recuerde que la Navidad sólo es una vez al año y que la vida es lo que nos sucede entre una Navidad y otra. Ese tiempo, además, solemos dedicarlo a pensar qué vamos hacer la siguiente Navidad. Por tanto, como mínimo en Navidad, olvídese de la Navidad y disfrute de la vida.