Ese asunto de la recomendación (I)
No voy viejo en esto de la blogosfera, aunque sí algo madurito. Señora, señor, en estos 10 años de blogging he visto de todo en esto de la blogosfera y la Internet gastronómica: lo suficiente como para llenar de anécdotas varias cenas con monjes trapenses y dejar de sobra para las copas de después. Lo bueno es ser consciente de que esto de la red –en cualquiera de las formas que adopte en el futuro– aún da para varias décadas de divertimento garantizado. Todo bloguero veterano sabe, con todo, que la chicha está fuera del blog, como el almíbar que reborda por fuera del flan. Algo que siempre me sorprende es el tema de las recomendaciones gastronómicas. Hay mucha gente que te ve como la Pitonisa Lola o Rappel, convencida de que sabrás resolver el restaurante perfecto para su ocasión con los datos mínimos.
En efecto, los correos interrogando por el “restaurante perfecto para la ocasión perfecta” son, en mi caso, muy frecuentes; en buena parte de las ocasiones te piden que hagas auténticas maniobras de adivinación con respecto a motivo, número de personas o sentido de esa comida, cosas que para mí son básicas a la hora de decidir un lugar donde comer. En general, los gallegos no dudan en preguntar exhaustivamente, pero aportando la mínima información personal posible, aguardando, supongo, que tengas facultades taumatúrgicas. Otras veces, sin embargo, los preguntadores se sinceran de tal manera que te ruborizas, y colocas ese correo bajo secreto de sumario. Los más chocantes son los desconocidos que te confunden con una app del iPhone o del Android, y te interpelan los viernes a las 19.30 por el whatsapp, en plan, “oye, estoy en Ourense, ¿dónde cómo?”. Yo suelo contestarles completándoles las famosas 5W del oficio periodístico: “Quién cuándo y por qué?. Es que el asunto de la recomendación gastronómica o vinícola es harto difícil, aunque como bien demuestran los consejos de administración de las cajas de ahorros y las direcciones de las empresas públicas, en el fondo por aquí somos muy de recomendar. Recomendamos a diestro y siniestro, y nos gusta. Lo mejor es cuando alguien te da el nombre de otra persona y te añade: “dile que vas de mi parte”. Ojo, no es para facilitarte a ti el acceso a esa persona, sino para que el otro sepa quién le pasó el cliente.
Sobre gustos está todo escrito
Pero me voy del tema. Recomendar es tarea de alto riesgo. Recuerdo hace muchos años, cuando le hice la misma consulta a un conocido crítico gastronómico, y me puso exactamente la misma cara de apuro y fastidio que hoy pongo yo cuando se me hace a mí. Y no por nada, sino porque la experiencia en el ámbito de la crítica y la crónica culinaria te hace comprender esa frase mítica de “para gustos, colores”. Algún ingenuo aún pronuncia esa frase de “sobre gustos no hay nada escrito”. ¡Inocente! Como dice mi padre, ¡no hemos hecho otra cosa que escribir sobre gustos! Lo que para uno puede ser habitual o rutinario porque está en círculos profesionales o en determinados ambientes –comer en buenos restaurantes– para otros es algo extraordinario. Lo que para uno es caro, para el otro es barato, y viceversa. Lo que para mí es un gran hallazgo culinario, para otro pasa sin advertirse dentro de la escena general. Claro, es complicado lidiar con esas dos dimensiones, andar de lo ordinario a lo extraordinario en lo gastronómico sin caer en la ridiculez; predecir lo impredecible para el día. Buscar el equilibrio entre calidad y precio. Hace poco recomendé un restaurante de vanguardia para que un amigo llevase a sus padres a celebrar algo. Mi amigo creía que su padre, acostumbrado a comidas de empresa, iba a disfrutar del sitio y su madre, ama de casa, quizás no se lo pasase bien. Craso error de tópicos. Durante la comida, su padre se agobió con el tradicional equívoco “plato grande, comida pequeña” y se estresó durante toda la experiencia; su madre, a la que no le gustaban los restaurantes y era amante de la cocina casera, disfrutó como una enana toda la comida. ¿Saben que decía? “¡Cuánto trabajo tienen los platos de este hombre!”. Lo había entendido perfectamente. Así que las personas, delante de la mesa y el mantel, son un enigma. Recomendar un restaurante o experiencia gastronómica se parece a cuando le aconsejas a un colega la compra de un ordenador concreto: prepárate para ser el padrino de ese ordenador para toda tu vida. Su dueño te va a contar, durante seis o siete largos años, todas las incidencias “incomprensibles” que ha tenido con él. Con las comidas pasa igual: si tú has recomendado un sitio, automáticamente te conviertes en el dueño de ese restaurante para toda la eternidad. En el dueño, el camarero, el cocinero, el recepcionista y ¡hasta el limpiador de los baños! Sin embargo, recomendar tiene algo de hermoso, porque es compartir y confiar. He recibido muchos correos pidiendo consejo para importantes reuniones de negocios, en los que se decidía el futuro de pedidos y contratos, he ayudado a escoger restaurantes para pedidas de mano, he escuchado las dudas del que está organizando la primera cita y busca un lugar que cuente de él mismo lo que él no se atreve a decir con palabras, he recibido correos de triunfo, de éxito y de derrota a las dos o tres de la mañana. Y varias veces, personas desconocidas que me mandaron correos íntimos me han pagado el café o la caña en las barras de mis bares, marchando discretamente sin presentarse, que es un modo muy gallego de decir gracias de corazón. ¡10 años recomendando lugares! En el próximo texto os contaré algunas historias increíbles, o seductoras, o surrealistas, alrededor de la experiencia de recomendar. * Foto: Getty.