Mis 10 platos favoritos (y a quién se los debo)
La cocina es un legado. Hasta el plato más vanguardista, más agresivo y extremo recorre un camino, al fin y al cabo recto, que va del pasado al presente, de la tierra a los cubiertos de plata, de las abuelas a las estrellas Michelin. Lo que comemos –y sobre todo lo que nos gusta comer– siempre se lo debemos a alguien.
Yo, por ejemplo, le debo a mi amiga Silvia la receta del cous cous. Cuando compartíamos piso en Florencia (ella, yo y una compañera que vimos en dos ocasiones a lo largo de cinco meses), me enseñó a preparar ese plato maravilloso que, por cierto, se convirtió en un must de mi nueva familia madrileña.
A otra experiencia estudiantil le debo mi debilidad por el guacamole. Lo probé por primera vez en una de esas fiestas Erasmus en las azoteas de Sevilla donde se salvaban muy pocos platos. Entre ellos, una salsa guacamole con sus habituales nachos del súper traídos por una estudiante belga.
Las orecchiette (literalmente orejitas) con salsa de tomate se las debo, cómo no, a mi abuela materna. Bueno, yo las compro ya hechas, mientras ella las hace a mano, con una harina de grano duro que trabaja como si fuera arcilla y a una velocidad que deja pasmado a cualquiera.
A mi otra abuela le debo los higos secos, porque cada vez que pruebo uno (o 1.000) vuelvo a la terraza de la casa de playa donde los dejaba secar, con una almendra en el centro, bien ordenaditos sobre enormes tablas de madera al sol.
A mi marido le debo unos estupendos huevos fritos con patatas cuyo aroma, me cuenta, le hace un hueco en el presente a su abuela Carmen. Huelen igual que los que le preparaba ella cuando era pequeño y se quedaba a cenar en su casa.
La pizza casera se la debo a mi padre. No me sale nunca como la suya, así que de momento voy entrenando: la hago todos los domingos por la noche pase lo que pase. Una mitad Margherita, la otra mitad Capricciosa.
A Massimo Bottura le debo dos cosas. Su magnífica compresión de pasta con judías y la emoción de probar ese sabor por primera vez. No soy muy fan de las legumbres, así que me mantuve muy lejos de un clásico tan clásico como éste durante 34 años. Luego me topé con ese plato legendario de la Osteria Francescana en el que aparecen, en este orden las siguientes capas: crème royale hecha con tocino, judías y foie gras; radicchio con vino tinto; panceta glaseada en vinagre de Módena; costra del parmesano hervida y cortada en tiras que sustituye la pasta; crema caliente de judías, y aire de romero. Por cierto la crème royale es una cita a la cocina francesa clásica y el aire de romero, un homenaje a Ferran Adrià. ¡Cuántas deudas para un solo plato!
Al tener entre sus ingredientes las berenjenas, la ratatouille es para mí un placer solitario. La receta se la debo a Guillaume de La Patrón, un bistró de tapas en el madrileño barrio de Triball, pero el interés por probarla se lo debo a Monsieur Ego, ese crítico gastronómico que irrumpe como una desgracia en el restaurante del ratoncito Ratatouille, protagonista de la homónima película, y que se rinde inesperadamente delante de ese plato tan tradicional.
Por culpa de Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi me encapriché de las omelettes a las finas hierbas acompañadas por una limonada fría. Es comer las dos cosas y sentirse en el Café Orquídea de Lisboa en 1938, a la vez dentro y fuera de los dramas de la Historia.
Obviamente una lista de “deudas culinarias” no sería completa sin el legado de la mamma. A la mía le debo casi todo lo que sé sobre el arte de manejar las cazuelas, pero sobre todo la salsa de tomate para la pasta: un poco de cebolla cortada en trozos grandes, aceite de oliva del bueno, tomate triturado natural y un par de hojas de albahaca fresca. 20 minutos para un sabor destinado a durar eternamente.
* Fotos: Getty (1, 2) y cortesía de Pixar (3).