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El Código da Empanada

Habrá muchos que piensen que en siglo XXI ya no se pueden vivir aventuras y que lo que tienen de novelesco pertenece más al campo de los bucaneros, los buscadores de fortuna y los viajeros que a un feliz amante de lo gastronómico. Pero yo defiendo que, incluso en algo tan plácido, burgués y casero como la gastronomía, se pueden vivir aventuras dignas del Código Da Vinci. Les voy a contar la última que he vivido. Le vamos a llamar el Código Da Empanada. Eso sí, tengo una cara bastante más grande que la de Dan Brown y la cuenta bancaria mucho más pequeña.

El otro día estábamos repasando en el trabajo una serie de películas de los años 20, de un género tan curioso como fascinante: el “cine de correspondencia”. Podríamos definirlas como las primeras videoconferencias colectivas de la Historia.

Eran películas cinematográficas que enviaban las parroquias gallegas (la parroquia en Galicia no es un templo, sino una pequeña comunidad territorial) a sus numerosos emigrantes en América. A su vez, los emigrantes de Nueva York o de Buenos Aires remitían otras en las que filmaban sus oficios, negocios y trabajos en la diáspora.

Esas películas son una maravilla: reflejan los momentos felices, las fiestas y todo lo que era bueno en la tierra. Una de las que más me cautiva es Nuestras Fiestas de Allá (1928). La encontramos en un desván de Buenos Aires y la restauramos a medias entre el Centro Galego das Artes da Imaxe y el Consello da Cultura Galega.

Ver esas películas a pantalla grande es entrar en un túnel de tiempo. Estábamos buscando una escena concreta en las imágenes de un mercado y, de repente, algo me llamó la atención en uno de los puestos. Una vendedora, tostada por el sol, sostenía con energía unas empanadas en las manos, reclamando la atención de los curiosos y de la cámara. ¡Alto ahí! No eran unas empanadas cualquiera. Detuvimos la reproducción del video, aislamos los fotogramas y estudié qué era lo que me llamaba la atención.

La empanada parecía normal pero no lo era, en realidad. Fijaos bien. Es cierto que tiene la típica decoración cruzada de muchas empanadas tradicionales pero la masa es de una pieza. Esto es importante porque tradicionalmente la masa de empanada tiene dos piezas, la base y la tapa. Sin embargo, no se distingue esta diferencia en este caso.

Otro argumento a favor de que esta empanada es de una única pieza es la solidez que parece tener este producto: la señora mueve un par de ellas con absoluto desparpajo mientras vende sus excelencias. Con una empanada de dos piezas no se atrevería a hacerlo sin romperse.

¿Estábamos ante un modo antiguo de elaborar la empanada o simplemente ante una variante local, del Val Miñor, de cómo se elaboraban este tipo de productos? Hay que tener en cuenta que en el siglo XX en Galicia, como en toda Europa, se dieron grandes cambios alimentarios que transformaron las culinarias locales de forma radical. Pregunté por aquí y por allá y los resultados fueron más o menos negativos: todo el mundo recordaba empanadas de dos piezas. Menos Miguel Vila.

Miguel Vila, Colineta, es un veterano periodista gastronómico y, sin duda, el mayor experto en gastronomía tradicional gallega que conozco. Cuando examinó en su móvil los fotogramas Miguel dijo:

–Sólo me recuerda una cosa. A la bóla de liscos de Bretoña. Y es una pasada, te lo aseguro.

Así que no tardamos demasiado en intentar comparar lo que se ve en este fotograma que casi tiene cien años con las bólas de liscos que aún se elaboran en la panadería Seivane de Bretoña, al norte de Lugo y muy cerquita de la Mariña. Los Seivane son, posiblemente, la última panadería en elaborar este producto que en su tiempo tuvo un enorme arraigo en estas viejas tierras en las que un día, en el siglo V, se instaló un contingente bretón que huía de las invasiones bárbaras de las Islas Británicas, y que contó con obispado y liturgia propia celta. De aquella aventura trasatlántica quedó la memoria y el nombre del lugar: Bretoña. Una pequeña Britannia en Galicia.

Aprovechando un viaje de trabajo de mi pareja, Sole Felloza, encargamos una bóla de liscos (8,5 euros) para continuar con nuestra aventura gastronómica. Los Seivane nos la cocieron de la manera tradicional, envuelta en berzas, que generan un envolvente y doméstico aroma, húmedo y ácido, muy especial, y dejan impresas en la masa, como relieves de capiteles medievales, los restos de los tallos y las hojas.

La bóla de liscos es una joya viva de nuestro patrimonio gastronómico. Efectivamente, la masa se estira, se rellena de cositas light como tiras de tocino (los famosos liscos) y chorizo; acto seguido, la masa se pliega, se envuelve en las berzas, y para el horno. A diferencia de la empanada aquí no se hace un rustrido elaborado con base de cebolla y pimiento: es todo mucho más simple, directo y energético. Y su parecido con el sistema de la señora del año 1928, más que evidente, si bien posiblemente ella no utilizó la berza como método de envolver la masa.

Así que aquí van las fotos de la bóla de liscos para que alucinéis:

Sólo queda decir que, por supuesto, la probamos muy a gusto. Nos pareció una empanada muy primitiva, una empanada pensada para un tiempo en el que no había tiempo que perder, en el que no se podía desperdiciar ninguna energía. La bóla de liscos era una auténtica bomba energética de deliciosas bondades porcinas. Quizás en el pasado buena parte de las empanadas gallegas fuesen así, una suerte de calzoni atlánticos rellenos de producto sin más.

Al abrirla por primera vez en casa, al desprenderse las dos tapas de la bóla, me pareció escuchar un susurro en el idioma ininteligible de las masas que se separan tras ser cocidas en horno de leña. Quizás fuese un responso en bretón del legendario obispo Maeloc de Bretoña agradeciéndonos el viaje hasta sus tierras de leyenda, en busca de una pequeñísima verdad guardada en una película de cine mudo.

* Fotos de la bóla: Sole Felloza.

 
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