Bretaña a pie por el sendero de los Aduaneros
Bretaña es el Finisterrae de Francia. Una especia de Galicia en versión Astérix y Obélix. Aquí también hay una costa de la Muerte, raíces celtas, una profunda herencia católica, cruceiros de granito que señalizan caminos, ermitas e iglesias; y el sonido de la gaita y de las gaviotas que inunda playas y acantilados para poner banda sonora a un territorio lleno de leyendas, de brumas, de cielos grises, de vientos húmedos que llegan del Atlántico.
Bretaña es también el mar. Un mar bravío, oscuro en invierno, verde turquesa transparente en verano, lleno de acantilados, de villas pesqueras, de ciudades medievales amuralladas, de criaderos de ostras, de enormes playazos tan solitarios en la bajamar que parecen desiertos de quita y pon.
No hay mejor forma de disfrutar de ese mar y de esa Bretaña de fachada marinera que por el sendero de los Aduaneros, una de las mejores infraestructuras senderistas de toda Europa. Nada menos que 2.000 kilómetros de caminos señalizados y en paralelo al mar que recorren todo el litoral de la península bretona. Pero tranquilos, no es necesario hacerlos todos.
El sendero tiene su historia. En el siglo XVII, Jean-Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV , decidió implantar un sistema de tasas aduaneras para gravar los productos de exportación. Y para que nadie colara de contrabando mercancías estableció un servicio de vigilancia aduanera a lo largo de toda la costa norte. Estos aduaneros tenían una caseta donde resguardarse y un tramo de costa asignado para vigilar las velas contrabandistas. Esos caminos usados por los agentes de aduana, reparados, unidos y señalizados, son los que ahora se han convertido en el sendero de los Aduaneros, o GR 34. Lo mejor es plantearse hacerlo por tramos, incluso con un coche de apoyo que nos permita desplazarnos cada día a una zona elegida, aunque no sean consecutivas.
Uno de los tramos más recomendables son los 20 kilómetros que discurren por la Pointe de Chateau, una península entre la isla de Brehat y la localidad de Perros-Guirec, en la costa norte bretona. El envoltorio se antoja espectacular: cresterías y roquedos puntiagudos emergen con la bajamar, islotes desperdigados entre el oleaje, gaviotas, una placentera sensación de lejanía, la grandiosidad de los espacios abiertos... Un paisaje tremendamente celta que recuerda mundos paralelos: Escocia, Irlanda, Galicia. Y desperdigadas por los prados, siempre mirando al mar, aparecen casitas típicas bretonas de ensueño.
Otra zona muy espectacular es la que bordea el litoral del Cap de la Chevre, cerca de Crozon, en el departamento de Finisterre. Es uno de los tramos más vistosos del sendero de los Aduaneros: grandes acantilados y la soledad más absoluta. Solo algunas antiguas aldeas de pescadores cuyas humildes casas de mampostería de granito son ahora segundas residencias de urbanitas franceses y alemanes. Aquí se palpa la acción del viento, el elemento que mejor define la costa bretona. El que condiciona la vida de sus habitantes y modela el paisaje. Un viento que generalmente sopla del oeste, del océano. Y llega cargado de humedades. Por eso en la costa oeste de la península del Cap de la Chevre no crece más que un ralo matorral achaparrado. Ni un árbol, nada que sobresalga más allá de un palmo sobre el nivel del suelo: el viento se encarga de hacerlo morir. Sin embargo en la otra ladera de la península, por la costa este, el senderista cree haber llegado a una cala mallorquina: elegantes y altos pinares enmarcan calas rocosas de aguas transparentes, una postal casi mediterránea.
Sea cual sea el tramo elegido, el paseo atravesará innumerables pueblecitos costeros, a cual más pintoresco y encantador. Pueblos como Loguivy, una pequeña rada de pescadores donde los botes duermen la siesta sobre un lecho de limo verdoso en espera de que el mar vuelva de sus correrías diarias. Como Paimpol, donde los barcos traen aún al atardecer sus panzas llenas de langosta, coquillas y cangrejos. Como Concarneau, una ciudad amurallada y rodeada de agua por los cuatro costados que vive del turismo.
Y por supuesto no podemos olvidarnos del costa de Granito Rosa, una región en la costa norte, entre las localidades de Ploumanac’h, Tregastel y el ya mencionado Perros-Guirec, donde los caprichos de la geología pintaron los redondeados domos de granito de una tonalidad más propia del armario de Hannah Montana que de una auténtica roca ígnea plutónica.
Un lugar perfecto para acabar este periplo senderista por Bretaña sería Saint-Malo, uno de sus puertos históricos desde donde los pescadores bretones zarpaban hacia Terranova o a Islandia en busca del bacalao. Lo narra muy bien Pierre Lotti en su “Pescadores de Islandia”. En Saint-Maló, el mejor conservado de todos los cascos urbanos amurallados de Bretaña, las mareas son gigantescas: el nivel del agua puede oscilar hasta 13 metros entre la pleamar y la bajamar, dejando al descubierto enormes playazos tan solitarios que parecen desiertos de quita y pon.
Más información del Sendero de los Aduaneros en: Pòle Randonnès de Bretagne