¿Qué hacemos con Michael Jackson después de ver 'Leaving Neverland'?
La abrumadora sensación de ser un privilegiado y no una víctima. La construcción de una realidad en la que eres el elegido y no el abusado. En esa premisa se basan los testimonios de Wade Robson y James Safechuck en "Leaving Neverland", el documental de HBO en el que describen -con mucho detalle durante cuatro horas- los abusos sexuales que sufrieron presuntamente cuando eran niños por parte de Michael Jackson.
Washington
“Leaving Neverland”, dirigido por el documentalista británico Dan Reed, destapa una caja que se quiso -quisimos- enterrar con la muerte de la estrella. Porque es más fácil idolatrar sin remordimientos, venerar sin contradicciones. Diez años después la caja ha estallado, como una olla a presión mal cerrada, con el relato demoledor de estos dos hombres, de 36 y 40 años que tenían siete y diez cuando empezaron a ser abusados, durante años, por la persona a la que veneraban, ellos y medio mundo.
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Las historias de Wade Robson y James Safechuck son paralelas, dos niños fascinados por el artista más famoso del momento, eran los años 80. Su ídolo se fija en ellos, les invita junto a sus padres a su mansión de California, les lleva de gira, se gana la confianza de sus familias. Empiezan a dormir en la misma cama mientras sus padres duermen en el cuarto de al lado. Pasan un fin de semana a solas con él. Luego una semana. Y así pasan siete años seguidos, de los siete a los catorce en el caso de Robson.
Según sus testimonios, Michael Jackson empezó a tener relaciones sexuales con cada uno de ellos, les hizo creer que es lo que hacen los amigos que se quieren. También les enseñó a bailar y les apadrinó en sus carreras de niños prodigio, uno dirigido al baile, el otro al cine. Sus padres veían la oportunidad y el éxito. Más adelante fue el alcohol y la pornografía.
Sus relatos coinciden: no se sentían violados o agredidos. “Yo le quería y él me quería, era algo que pasaba entre nosotros”, cuenta Robson, “no sentía que me estaba haciendo daño, que me estaba pasando algo malo”. La confesión no te deja indiferente cuando imaginas a un niño de siete años pasando por eso (repito: siete años).
No hay una amplia labor de investigación en el documental que corrobore con evidencias los relatos de Robson y Safechuck. Sí que hay infinidad de imágenes del rey del pop con estos –y otros- niños, y objetos que conservan de Michael (perdonen la confianza, es que yo también soy de los 80 y crecí con un póster suyo en mi cuarto), la cazadora de cuero rojo de Thriller, uno de sus guantes, etc. Safechuck enseña un anillo y cuenta que se lo regaló Michael en una ceremonia que hicieron los dos solos a modo de boda, un intercambio de votos en los que prometieron estar juntos para siempre. Safechuck tenía diez años (diez). Leaving Neverland da una visión absolutamente parcial, no incluye la versión de la familia Jackson que niega las acusaciones rotundamente y ha puesto una demanda millonaria contra HBO. Todo eso ha venido después.
El documental es el relato de dos personas que quieren “contar la verdad tan alto como contaron la mentira”, dice Robson, que testificó dos veces en el pasado ante un juez, bajo juramento, asegurando que Michael nunca abusó de él; la primera vez era un niño, la segunda tenía 22 años, y en ninguna apoyó a otros menores que dieron el paso para denunciar la pederastia. Robson sentía que podía salvarle de la cárcel, se sentía importante, Michael le necesitaba.
Michael Jackson murió en 2009 por una sobredosis. Y con él, murió el escándalo. Robson se convirtió –gracias a Michael- en uno de los coreógrafos más famosos del mundo. Hizo giras con N’Sync y Britney Spears, era productor ejecutivo de un programa en MTV, juez y profesor en los programas de moda sobre baile en la tele.
Michael se fue de su vida pero el trauma se quedó. El éxito no le hacía feliz. Ni la paternidad. Al contrario, las pesadillas, los miedos y las terapias aumentaron hasta que le pudo poner nombre y apellido a la causa de su depresión: Michael Jackson. Robson se decidió a revelar su secreto mejor guardado, primero a su mujer, sus hermanos y su madre. Luego públicamente. Él también fue abusado por Michael Jackson. Safechuck, que estaba pasando por un trauma similar, se reconoció en la historia de Robson y decidió hacer pública también su denuncia.
La avalancha de críticas, insultos y amenazas que han tenido por “ensuciar” la imagen del rey del pop, me deja un poco atónita. Las propuestas de vetarlo, prohibir su música en radios y televisiones, también. La pregunta vuelve, inevitable, igual que pasó tras casos similares como los de Woody Allen, Roman Polanski, Miles Davis o Chuck Berry: ¿qué hacemos con su arte?
Ante los riesgos que entraña la censura, o que otros te impongan el qué hacer, propongo que cada uno nos esforcemos en pensar durante unos minutos cómo responder ese dilema. Si nos sentimos cómodos escuchando su música, yendo a ver el espectáculo-tributo del Circo del Sol o el musical de Broadway “Don’t stop ‘til you get enough”, que han contribuido a (re)construir su imagen, su legado cultural y una fortuna de más de 2.000 millones de dólares después de su muerte. O si preferimos aparcar a Michael, quitar el póster de la pared, sustituirlo, ignorarlo, olvidarlo. Quizás durante un tiempo, quizás para siempre.
Pero lanzo otra pregunta, ¿qué hacemos con las denuncias de abuso sexual? Como dijo Oprah Winfrey después de ver Leaving Neverland, “estamos en un momento que trasciende a Michael Jackson, que supera a cualquier persona”. Y no hay marcha atrás, como demuestra el movimiento #MeToo en Estados Unidos, o las miles de personas que salieron el 8M por toda España para decir, entre otras cosas, basta ya de abusos sexuales. No es no. Estamos en un momento en el que podemos denunciar este tipo de maltrato, sacarlo de nuestras casas, colegios, iglesias, eliminarlo de nuestro entorno. Estamos en un momento en el que hemos elegido dejar de girar la mirada y no seguir escondiendo dolor debajo de la alfombra. Hemos elegido no enterrar en falso. Los abusos sexuales hay que denunciarlos, vengan de quien vengan. Y no hay marcha atrás.