Cortocircuitos
"Pienso que cada vez hay más sitios irradiados por una energía nerviosa que nos impide elegir por gusto, instinto o capricho, y en los que recibimos explicaciones desconcertantes"

Madrid
Casi tan malo como no tener ideas es tener demasiadas. Ahora tengo demasiadas y no llevan a ninguna parte. Son destellos acorralados que se apagan antes de que pueda entenderlos. Por ejemplo: me encuentro con una colega peruana que pasa por Buenos Aires. Vamos a una librería. Ella entabla conversación con el librero que le recomienda, con entusiasmo, la novela de un autor argentino. Es una novela difícil, muy local, casi impenetrable, tiene más de setecientas páginas y es cara. Pero el librero insiste y le dice una frase con la que podría vender tanto un libro como una aspiradora: “Es algo que sólo pueden permitirse unos pocos”. Mi colega, quizás porque se siente desafiada -¿cómo puede rechazar una buena lectora una obra maestra?-, la compra. Partiendo de esa situación, pienso que cada vez hay más sitios irradiados por una energía nerviosa que nos impide elegir por gusto, instinto o capricho, y en los que recibimos explicaciones desconcertantes (“Este es un queso cuya propuesta no es sencilla”; “Aquí tenemos un blend de cepas que toma tiempo entender”) diseñadas para que compremos lo que sea con tal de entrar al mundo de “unos pocos”. Intento reflexionar sobre eso, siempre dejando a salvo a los libreros generosos que nos descubren autores fundamentales, pero pierdo el impulso y la idea de continuar me agobia. Detrás de ese pensamiento viene otro: recuerdo una frase que escribió una alumna de taller, que dice: “Llegamos a la clínica al mediodía y tras una hora de trámites, estaba en la sala de preoperatorio donde cada cosa, de estricto color verde o gris, era tan limpia que parecía ausente”. La frase no sólo mejora la realidad sino que la produce. Nunca más pude mirar una cosa muy limpia sin que me pareciera ausente, así como nunca más pude mirar un jazmín de la misma manera después de leer la frase de Marosa di Giorgio que dice: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”. Intento reflexionar acerca de eso –la escritura produciendo realidad, la realidad reformulada por la escritura-, pero pierdo el impulso y la idea de seguir me agobia. Me digo que estoy resultando muy exitosa en ese patinaje desesperado que lleva de una idea a la otra, y la palabra patinaje me hace pensar en el deporte y el deporte en Novak Djokovic y Djokovic en los privilegios, y entonces suena el teléfono. Es mi padre. Me saluda y, de inmediato, se ríe y me pregunta: “¿Vos te acordás cómo la conocí yo a tu mamá?”. Todo se detiene. Como si sobre el mundo hubiera caído un molde de yeso. Mi madre está muerta, mis abuelos están muertos, los amigos de mi padre están muertos. No hay a quién preguntarle. La poeta nigeriana Precious Arinze escribió: “que no haya sangre no es prueba suficiente de que nada haya muerto”. La voz de mi padre repite, risueña, “cómo la conocí, cómo la conocí”, y todo se torna real y todo me parece una tragedia.




