Salir a ver
"Frente a esa vidriera, me pareció estar mirando un paisaje de resignación, una precariedad sin porvenir, y me sentí como tantas veces me había sentido en esas cuadras, en esa ciudad: me sentí en peligro"

Buenos Aires
Últimamente, tiendo a mirar demasiado. Como si quisiera aferrar al mundo por las solapas y gritarle: “¡Hablame, decime cosas!”. A veces salgo a ver como quien se ejercita, o leo cosas de gente que mira mejor. Hay un libro del poeta argentino Esteban Peicovich, fallecido en 2018. Se titula Poemas plagiados, y allí recopiló frases sueltas recogidas, a lo largo de años, de catálogos, declaraciones judiciales, carteles callejeros, y las dispuso aisladas de su contexto con una explicación al pie que aclara su procedencia. Bajo sus ojos, el mundo parece un lugar repleto de gente que ha escrito o dicho cosas de una inteligencia excepcional y sólo necesitaba un destinatario que supiera apreciarlas. Por ejemplo, bajo la frase “El tiempo ha terminado”, Peicovich escribió que se trata de “Una de las respuestas que da una cocina fabricada en Estados Unidos dotada de voz sintética a través de ordenadores”. Así, esa oración sencilla, “El tiempo ha terminado”, adquiere dimensiones escalofriantes: es algo que podría haber dicho la computadora Hal 9000, de la película 2001 Odisea en el espacio, con su voz llegada desde el infierno cibernético. Es un autor dispuesto a mirar con delicadeza mundos de los que sólo se espera burocracia, marketing o estupidez. El 9 de enero pasado yo caminaba por el centro de la ciudad en la que nací. Era domingo. No había nadie. Me detuve ante la vidriera de una tienda tradicional que vende pijamas, calzoncillos, manteles, chancletas. Cuando yo era chica íbamos allí con mi madre a comprar repasadores. Ahora, sobre un papel color naranja, alguien había adherido con alfileres tres bombachas –que es como aquí les decimos a las bragas-, enormes y desteñidas por el sol. Sobre el papel, una cartulina verde, pegada de cualquier forma, decía en letra manuscrita: “Como siempre, tenemos una amplia variedad de bombachas”. A un lado y otro de la frase había, recortados y pegados, corazones de color rosa. Sentí algo que pensé que era ternura o ironía amable. Pero no: era una desesperación sin horizonte, como un incendio que no fuera a extinguirse. Pensé en mí misma cuando vivía allí, en los domingos vacíos paseando por el centro, deteniéndome ante vidrieras como esa, contemplándolas como si estuviera leyendo una sentencia: permanecerás aquí, este es tu destino. Hay un poema de Adrienne Rich que dice: “los grandes pájaros de la historia entre graznidos se lanzaron en picada/ contra nuestro clima personal”. De pronto, frente a esa vidriera, me pareció estar mirando un paisaje de resignación, una precariedad sin porvenir, y me sentí como tantas veces me había sentido en esas cuadras, en esa ciudad: me sentí en peligro.




