Opinión

Hay ya demasiados niños sin pueblo

La Firma de Borja Barba

"Hay ya demasiados niños sin pueblo", la Firma de Borja Barba

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Palencia

Comprendí cuál era mi verdadero lugar en el mundo en la triste noche del treinta de agosto de 1997. Tras uno de esos eternos veranos de juventud, de aquellos que parecían no acabar nunca, pasé, en apenas unas horas, de estar feliz y despreocupado bañándome en el río con mis amigos, a verme solo y desamparado en la oscuridad de mi pequeña habitación de ‘casapadres’. A cientos de kilómetros de mi pueblo y con un duro examen de Derecho Constitucional acechando tras el pitido del despertador.

Aquella noche me la pasé en vela. Triste y asustado. Recuerdo llorar de pena mientras repasaba un verano que se desvanecía en cada lágrima. Aquella noche, el Mercedes en el que Lady Di y Dodi Al-Fayed viajaban de madrugada por París se estrelló contra uno de los pilares del Pont de l’Alma. Y aquella noche, como en una especie de agogé espartana de acceso a la vida adulta, decidí que mi futuro, fuera cual fuese, estaría más ligado a los adobes que al asfalto.

Los orígenes rurales de muchos hijos y nietos del pueblo se difuminan conforme van transcurriendo las décadas desde que la España rural perdió definitivamente su tren. Hay ya demasiados niños sin pueblo. Niños cuyos padres sucumbieron al primer embate del desapego porque, sencillamente, el pueblo ya no les ofrecía lo que creían estar buscando. Mientras, de manera paralela y a medida que los viajes al pueblo de los ancestros se van escatimando, la brecha de esa España rural con la España urbana se acrecienta. Y ocurre porque el vínculo con el pueblo es cada vez menos emocional y más lúdico. Es un vínculo que entiende más de verbenas y discomóviles que de recuerdos familiares. Construyendo el olvido de lo que somos y, sobre todo, de lo que fuimos. Simplificando: al pueblo solo se va si hay fiesta. Y ya.

Porque el relato precocinado sobre la España rural está diseñado para complacer a quienes no viven en ella. Calentar y listo. Es un relato que olvida los pasajes más oscuros, que existen, y se centra en ese lado amable y apetecible que, por lo que sea, siempre tiene cara de verano. De festejo, bullicio y baño nocturno en el pilón. Y ese relato de la fiesta ligera, ya se lo adelanto, no se sujeta cuando uno se hace definitivamente adulto.

Y si ustedes han sido asiduos al verbeneo veraniego… no les culpo. Ni siquiera un tieso como el que les habla ha podido evitar acabar el verano entregado al pegadizo y nada rural ritmo de Karol G.

 
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