
Obama no creía en sí mismo
Obama no creía en sí mismo, quién iba a imaginarlo de un señor que no presidió Estados Unidos una vez, sino dos
Buenos días. Cuántas veces nos habrán repetido que hemos de creer en nosotros mismos, que la autoconfianza es fundamental, que estamos condenados al fracaso si no tenemos una fe absoluta en nuestras capacidades.
Los hechiceros contemporáneos, también llamados expertos en coaching, se dedican a recriminarnos las debilidades y a obligarnos a pensar que somos los mejores del mundo.
Lo hacen cobrando, claro, porque la única manera de creer en la mayoría de nosotros es a cambio de dinero.
Personalmente me daba por convencido de que mis fracasos se debían a no haberme considerado el más grande, hasta que por casualidad cayeron en mis manos las memorias de Obama en la Casa Blanca.
Se titulan ‘Una tierra prometida”, y en ellas nos golpea un pasaje revelador:
“Al principio de la campaña, dice Obama, yo no era el único que pensaba que no era un candidato particularmente bueno”.
Obama no creía en sí mismo, quién iba a imaginarlo de un señor que no presidió Estados Unidos una vez, sino dos.
Al desconfiar en sus posibilidades, contempló la realidad con mayor crudeza y pudo vencer los obstáculos por no haberse engañado a sí mismo.
Y encima disfrutó más con la sorpresa de su triunfo que quienes se hunden con el peso añadido de su autoestima.
