El entierro perfecto
"Casi te sale natural imaginar a la reina de Inglaterra desde su féretro y clamando: «Enterradme ya, salvajes, que me canso». Entre el largo espectáculo y las multitudes, y el desamparo y la velocidad extremos, debiera existir un término medio, una especie de entierro idílico"
Galicia
El entierro es una maniobra fulgurante. El deseo de que pase pronto, para ponerse enseguida con otros asuntos, es casi universal. Todos hemos debido pensar lo mismo a la hora del enterramiento de un ser querido: «Ojalá hoy fuese mañana ya». Solo en sepelios muy puntuales las prisas mutan en lentitud. Son esos casos en los que la muerte, contra toda lógica, se traduce en movimiento. Falleces, y empiezas a girar. O te giran. Pasó con Fidel Castro y ahora con Isabel II. Casi te sale natural imaginar a la reina de Inglaterra desde su féretro y clamando: «Enterradme ya, salvajes, que me canso». Entre el largo espectáculo y las multitudes, y el desamparo y la velocidad extremos, debiera existir un término medio, una especie de entierro idílico. Recuerdo que cuando falleció el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, sus amigos pusieron sobre su féretro una cajetilla de tabaco y un tinto que Ribeyro había encargado de Francia para despedirse de la vida. Cuando se acabaron el vino y los cigarrillos, lo enterraron. Fue un final sin prisas, pero sin demoras. Quizá el entierro perfecto, y en el último instante, incluso un poco alegre.