A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

Yonkie de la alta velocidad

"Estaba llena de pesadumbre porque las horas se iban, una tras otra, entre reuniones, traslados, compromisos, citas, cenas, almuerzos, cafés, entrevistas, y llevaba semanas sin poder discernir qué de todo eso era necesario o imprescindible y qué formaba parte de un movimiento frenético que me estaba convirtiendo en una yonkie de la alta velocidad"

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Buenos Aires

Cuando era chica, después de haber pasado horas jugando a los indios y los cowboys, de haber andado en bicicleta, de haber corrido carreras de embolsados, les decía a mis amigas: “¿Vamos al auto?”. Lo decía con ardor, con la certeza de que un simple cambio de locación nos arrojaría a una felicidad violenta. Después de pedir permiso a mi madre, salíamos disparadas hacia el garaje donde estaba el Torino, una coupé enorme, noble, por la que mi familia sentía la devoción que se siente por un animal. Abríamos las puertas, respirábamos el aire limpio del interior, subíamos, cerrábamos, y nos quedábamos allí mucho rato, congeladas en invierno, sofocadas en verano. A veces fantaseábamos con que el auto era una diligencia que avanzaba por el oeste americano o el Aston Martin de James Bond; otras dibujábamos con el dedo en los cristales. Pero la mayor parte del tiempo permanecíamos calladas, ensoñadas, sumidas en la sensación exquisita de no querer estar en otro sitio, flotando en el éxtasis del tiempo inmóvil. El otro día caminaba por Coyoacán, el barrio de ciudad de México donde me alojo por un tiempo. Estaba llena de pesadumbre porque las horas se iban, una tras otra, entre reuniones, traslados, compromisos, citas, cenas, almuerzos, cafés, entrevistas, y llevaba semanas sin poder discernir qué de todo eso era necesario o imprescindible y qué formaba parte de un movimiento frenético que me estaba convirtiendo en una yonkie de la alta velocidad. Entonces, frente a una casona de señorío y tamaño descomunales, vi un auto estacionado y, dentro, a dos adolescentes, ella en el asiento del conductor, él en el asiento trasero. Estaban en silencio. No había teléfonos a la vista. Miraban hacia afuera, o hacia el techo. Del auto manaba algo sano, la gloriosa potencia de la plenitud. “Estoy atenta a un recuerdo, y lo guío”, decía la escritora Hebe Uhart, hablando de la infancia. ¿Cuándo fue la última vez que estuve así con alguien, sin hacer nada útil, ejerciendo el arte de estar en el tiempo sin pensar en él? La imagen de los dos adolescentes me trajo el recuerdo, claro y doloroso, de aquel auto de mi infancia en el que no pasaba nada pero en el que sucedía todo. Estoy atenta al recuerdo pero muchas veces no lo guío, lo pierdo, lo traiciono.

 
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