Cambiar de opinión

Cambiar de opinión no es malo. De hecho, es buenísimo. Me refiero a esos cambios en tu relación personal con el mundo, que no ponen en riesgo tus convicciones, tu humanidad, tu inteligencia. Un giro, por ejemplo, como decidir que ya no te gustan las croquetas después de una vida entera comiéndolas. O que ya no sales por la noche nunca más, o que ahora votas a otro partido, o que dejas de escuchar a un grupo que te encantaba, o que no vuelves a una boda. Me refiero más a eso, sí, que a decir que dimites antes que pactar un gobierno con Vox, y a continuación pactas con Vox para no tener que irte a casa, porque pactar con Vox tiene consecuencias vitales y fatales para las personas. Los cambios de postura personales te alejan del dogmatismo, de la desidia, de la inercia, como cuando a Juan Marsé le preguntaron en aquella entrevista qué era más importante en literatura, ¿el fondo o la forma?, y respondió que el fondo, por supuesto. Pero a continuación se produjo un problema técnico, y hubo que grabar de nuevo la entrevista, y al llegar a la misma pregunta dijo que lo importante era la forma, sin ninguna duda. Eso, sí. Pero lo otro es venderse.