Lorca, la alondra y el camión de la basura

Federico García Lorca cuida de una alondra: le brinda calma e impulso antes de que vuele libre. Quizá conozcan esa escultura de Julio López Hernández en la plaza de Santa Ana de Madrid porque se hayan acercado a fotografiarse con ella, o porque alguna red social les muestre a alguien que se haya acercado a fotografiarse con ella. Eso ocurre de día: de noche —a veces— pintan los símbolos y las frases que se pintan de noche porque te avergüenzas, y tienes que esconderte. Los gestos hablan su propio idioma, e igual que dicen esas palmas de las manos como un nido, dice también el cuerpo que se oculta para escribir una palabra en una estatua. Esta semana un camión de la basura ha golpeado por accidente el pedestal, y ha dañado la lápida: antes se leía «Madrid a Federico García Lorca», y ahora solamente «Madrid a». Una estatua o una placa es la manera en la que las ciudades de hoy recuerdan las ciudades que fueron: no olvidan que en este edificio nació alguien que consiguió algo valioso, o que pese a los años y las reformas urbanísticas desde este lugar al que perteneces es posible cambiar alguna vida. Una estatua o una placa rinden homenaje al pasado y al futuro. Que Lorca cuide de una alondra en el centro de Madrid, entre turistas a quienes ofrecen chupitos gratis y gente que por la prisa no repara en Lorca ni en la alondra, nos cuenta que existe otra forma de estar en las ciudades. La alondra —por cierto— la han robado en varias ocasiones. Siempre de noche