Benditas sean las aguas
"Una noche se desliza en su cuarto mientras ella duerme. Sumida en el deseo por ese casi desconocido, al verlo en su cama le susurra que quiere estar con él “para siempre”"
Benditas sean las aguas
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Buenos Aires
En1992 yo tenía un grupo de amigos con los que aterrizaba en los sótanos más lúgubres de Buenos Aires a lo largo de fines de semana que podían durar cuatro días. A veces me tomaba un descanso, sacaba seis entradas para el cine y me encerraba en una sala oscura el sábado y el domingo. Ese año estrenaron Drácula, de Francis Ford Coppola, protagonizada por Gary Oldman y Winona Ryder. La fui a ver a una peatonal, Lavalle, en la que se alineaba un cine tras otro a lo largo de cuadras. Al comienzo de la película, el conde Draculia, en nervada armadura rojo hirviente, parte a la guerra contra los turcos y se despide de Elizabeta, el amor de su vida. No muere, pero los turcos envían al castillo un mensaje falso diciendo que lo han matado. Elizabeta, al enterarse, se arroja al río. A su regreso, Draculia enfurece de odio: ¿la muerte de su amada es el pago de Dios por defender la fe cristiana? Bebe sangre, se transforma en Drácula. Lo que sigue es su peregrinación a través de los siglos en busca de Elizabeta, a quien descubre encarnada bajo la forma de Winona Ryder y el nombre de Mina. Una noche se desliza en su cuarto mientras ella duerme. Sumida en el deseo por ese casi desconocido, al verlo en su cama le susurra que quiere estar con él “para siempre”. Vulnerable, enamorado, él le revela que es Drácula, la abominación nocturna que ha matado a su mejor amiga, Lucy. Ella se enfurece, grita, le pega. Él no se defiende. Finalmente, Mina se derrumba. “Te amo, le dice, Dios, perdóname, pero es así. Quiero ser lo que tú eres, quiero ver lo que tú ves, amar lo que tú amas”. Drácula, incrédulo y al mismo tiempo esperanzado, le dice que, entonces, debe matarla para que renazca como criatura de la noche. Así, primero con cuidado, después con el descontrol del ansia, le hunde los colmillos en el cuello. Ella se queja con un gemido laxo, abatida por la ponzoña del amor. Él, para completar el pacto, se desgarra el torso hasta que brota sangre. “Bebe –le dice- y únete a mi vida eterna”. Mina acerca los labios inflamados. Apenas lo roza, él echa la cabeza hacia atrás, mórbido de placer, pero de pronto cierra los ojos, la aparta con dolor y ternura, le dice: “No puedo permitir esto. Estarás condenada como yo a caminar por la sombra por toda la eternidad”. Ella, los labios pringosos de sangre, responde: “Entonces tómame, aléjame de toda esta muerte”. Ante la mirada atónita de Drácula, Mina acerca la boca a su tórax y vuelve a beber . Él la abraza, incapaz de salvarla de sí mismo, aterrado y feliz de no poder hacerlo. La película acaba muy mal o muy bien, según quien lo mire. Yo salí, compré entradas para todas las funciones y volví a verla tres veces más el mismo día. Hace poco le conté esa escena a una persona. “Es un poco cursi pero me parece una metáfora”, le dije. “¿De qué?”, preguntó. No recuerdo mi respuesta. La doy ahora: de que lo que nos da vida puede, aún a su pesar, darnos la muerte. De que el único amor que nos deja a salvo es el que no se concreta. “La sed, decía Clarice Lispector, es la gracia, pero las aguas son oscuras”. Benditas sean las aguas.