El viaje de una de las últimas desertoras norcoreanas
Jo huyó de Corea del Norte justo antes del blindaje fronterizo por la pandemia y habla de su experiencia al cambiar un Estado controlador y opresor por su nueva libertad
'Libre de la censura norcoreana'
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Se sentía vigilada y estancada en un país que no avanza. Jo Eun-Sil abandonó Corea del Norte en 2019. Es una de las últimas desertoras que lo ha logrado, justo antes del cierre total de las fronteras a raíz de la pandemia de coronavirus. Lo hizo gracias a un familiar que ya estaba establecido en Corea del Sur y le ayudó a llegar hasta allí.
Todavía siente miedo pensando en volver. “De vez en cuando sueño que por mala suerte me tengo que volver y realmente no lo paso muy bien”, reconoce. Pero no se arrepiente de haber huido. Quiere quedarse en Seúl, donde estudia en la universidad, y “disfrutar de la vida libremente”.
Nacida en 1997 en el condado de Pyongsan, de padre militar, sintió la necesidad de buscar un futuro mejor. “Cada vez que nos llegaba alguna información del exterior, me hacía despertar mi búsqueda por algo”, cuenta. Sin embargo, el camino no fue sencillo y le costó el equivalente a 23.000 euros que pagó a los traficantes que la ayudaron.
Empezó la travesía viajando a China, donde pasó una semana, tras lo que atravesó Laos y Tailandia hasta llegar a su destino. “Nos dijeron que si nos atrapaban en la frontera tailandesa nos devolverían arrestados a Laos y luego a nuestro país”. Una vez en Tailandia estuvo meses en un centro de refugiados. “Era casi un centro de detención”, asegura, con “entre 100 y 150 presos en una única sala”. De esa etapa recuerda la falta de comida como la parte más difícil, además del clima.
Jo ve su salida como “un milagro” que todavía no asimila. El cambio de vida que ha experimentado es muy notable. Destaca la libertad en el acceso a la comunicación, inexistente en Corea del Norte. “Allí no tenemos acceso a internet o programas televisivos, y eso hace que nos sintamos encerrados dentro de nuestro propio país. Fuera me siento libre y dueña de mi misma”.
Vigilancia y castigo público
En sus recuerdos de infancia está el pasarse a escondidas entre sus amigos programas o series grabados de Corea del Sur, cuyo acceso estaba prohibido. También tiene muy presente la explotación que sufría trabajando en las granjas de amapolas para la producción de opio. “En Corea del Norte los niños también trabajan”, puntualiza. “Aparte de recibir sus estudios, tienen la obligación de participar en el trabajo físico, sea en el campo o en una fábrica”. Sin ser conscientes los menores de los fines de esa cosecha, están expuestos a respirar su polvo e incluso comían las semillas. “Recuerdo perfectamente que a la hora de regreso a casa teníamos mucho sueño”, dice Jo.
Los sábados en Corea del Norte los dedican a las llamadas sesiones de revisión de vida. “Consiste en hacer un análisis de cómo ha sido nuestra vida conjuntamente. Uno analiza la vida de otros y confiesa con magnitud su vida. En cada grupo hay un líder que controla y escucha y luego informa al Estado”, explica la desertora. De ahí sacan informes sobre la vida de la población, aunque no llegan a encerrarlos por ellos.
Jo explica que a los centros de prisioneros políticos van las personas que han sido capturadas, en su mayoría, porque han estado viendo series o músicas o vídeos del exterior. También quienes han sido capturados por los vigilantes criticado “queriendo o sin querer” a los grandes líderes norcoreanos. De hecho, a sus dieciocho años presenció una ejecución de prisioneros políticos. Los fusilaron por tener una creencia religiosa, algo también prohibido en el país. El régimen obliga a la participación en manifestaciones públicas donde se ejecuta a personas civiles. “Si no hay un número suficiente de participante para observar el acto de castigo, el encargado de la zona es castigado”.
Habiendo dejado todo eso atrás, Jo se siente liberada, aunque espera algún día encontrar en su país un lugar con libertad para viajar, para expresarse, sin presiones ni vigilancias.
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