A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

La clase y la resurrección

"No los ayudé a olvidar la realidad. Sólo les recordé que, cuando no hay fortaleza, lo que nos mantiene en pie es el recuerdo de que alguna vez ya fuimos fuertes"

La clase y la resurrección

La clase y la resurrección

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Los vi aparecer en el zoom, más de veinte periodistas a los que conozco desde hace años que entraban a una clase de taller. Apenas verlos, me di cuenta de que habitaban una tierra seca, sin latido. Respiraban la parte trágica del aire, un oxígeno lento. Todos decían: “No puedo escribir, estoy paralizado”. Habían transcurrido pocos días desde las elecciones del 19 de noviembre en las cuales Javier Milei, un hombre de ultraderecha, se impuso como presidente electo de la Argentina, el país donde vivo, con el 55 por ciento de los votos. Entendí el mensaje de esos rostros. Hasta la noche anterior yo había estado igual, viviendo una pesadilla sin despertadores. Pero ese mediodía había salido a correr y, a cada paso, había sentido expandirse dentro de mí un ánimo joven, como el fuego que vuelve a ser fuego después de haber sido brasas. De modo que al ver los rostros supe lo que tenía que hacer. No necesitaban consuelo: necesitaban una transfusión. Entonces desplegué en la pantalla un texto y les mostré la forma en que el arranque se cerraba sobre la historia como una mandíbula creando una serie de problemas que se resolvían párrafo tras párrafo, como si la voz narrativa estuviera cincelando hielo. Les dije que escribir es como atravesar un puente sobre un río, pero un puente que no existe, que se construye a medida que se avanza. Les mostré frases que se habían insertado para elevarlo hasta una cumbre ensoñada, otras que empezaban a empinarlo hacia el desgarro y lo que pasaba a continuación: sexo puro y duro, la entrada a machetazos en el foco del asunto, la ausencia de remilgos para decir “Acá está, esta es la historia”. Les mostré los juegos de la resistencia, la tensión, las pausas. Les dije que lo que uno busca al escribir es que el texto nos haga más inteligentes. Que, como decía Rodolfo Walsh, “la literatura es un avance laborioso a través de la propia estupidez”. Cuando terminé, la transformación había sobrevenido. Eran, otra vez, una manada de animales salvajes: gente que quería escribir. No los ayudé a olvidar la realidad. Sólo les recordé que, cuando no hay fortaleza, lo que nos mantiene en pie es el recuerdo de que alguna vez ya fuimos fuertes.

 
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