A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

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"En un siglo en el que tan preocupados parecemos por proteger las disidencias de los disidentes y la sensibilidad de los sensibles, las redes funcionan como un río que, lejos de llevar respeto por lo distinto, arrastra miserias formidables"

La píldora de Leila Guerriero | Anestesia

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Un informe reciente del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos contiene esta frase fabulosa: “Las muertes están en su punto más alto”. Podría ser el fragmento de una novela que transcurriera en un mundo en el que enormes pantallas dieran cuenta minuto a minuto del avance de la extinción de la especie. Es posible que, si tal cosa existiera en la vida real, los humanos reaccionaran como lo hacen ahora, mirando de reojo esa información desagradable para hundirse, apenas después, en el teléfono móvil, desplegar las tranquilizadoras plataformas de la virtualidad y apresurarse a esparcir likes como quien echa insecticida: si no lo veo no lo recuerdo, si no lo recuerdo no sucede. Según aquel informe, 2023 fue el tercer año de mayor violencia en el planeta desde la Segunda Guerra Mundial. Si durante las últimas tres décadas el número de muertos provocados por conflictos bélicos se mantuvo anualmente por debajo de los 100.000, durante 2023 alcanzó los 267.700. A esos y otros números -cada treinta segundos mueren entre ocho y diez personas de hambre en el mundo, etcétera-, se responde con la fragancia de moda: la indiferencia. Elie Wiesel, escritor rumano que sobrevivió a los campos de concentración, escribió: “Es problemático estar envuelto en los dolores y las desesperanzas de otra persona (…) ser indiferente a ese sufrimiento es lo que hace al ser humano inhumano (…) La indiferencia (…) es siempre amiga del enemigo”. Se dice que la indiferencia es la respuesta a la cantidad abrumadora de información y a la rapidez con la que se propaga. Es cierto que el dolor necesita tiempo para encarnar. Es un pájaro lento y el vendaval de desastres narrados a toda velocidad se transforma en un ruido de fondo que pocos escuchan. Pero en su libro La sociedad paliativa, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han sostiene otra cosa. Dice que vivimos en una sociedad que ha desarrollado fobia al dolor, y que está sostenida en el imperativo "sé feliz": “la propia vida –escribe- tiene que poder subirse a Instagram, es decir, debe carecer de conflictos que pudieran ser dolorosos". Según él, esa fobia al dolor “acarrea una anestesia permanente (…) el continuo “me gusta” provoca un embotamiento, un desmantelamiento de la realidad. La digitalización es una anestesia”. La digitalización es, también, el campo donde se hace realidad la frase de Thomas Hobbes: "en su estado natural todos los hombres tienen el deseo y la voluntad de causar daño”. Ahí están, aumentando tanto como las muertes y la pobreza, los comentarios homofóbicos y antisemitas, los ataques a las mujeres y a los inmigrantes. En un siglo en el que tan preocupados parecemos por proteger las disidencias de los disidentes y la sensibilidad de los sensibles, las redes funcionan como un río que, lejos de llevar respeto por lo distinto, arrastra miserias formidables. Wiesel decía que incluso la ira y el odio eran mejores que la indiferencia. El tiempo que vivimos parece una encrucijada en la que convergen esos tres leviatanes. En 1985 una chica colombiana, Omayra Sánchez, de 13 años, quedó enterrada entre escombros después de la erupción del volcán Nevado del Ruiz. Su agonía se transmitió por la televisión. Del barro y las ruinas sólo sobresalían su cabeza y sus brazos. Recuerdo que cantaba y pedía dulces, que se le ennegrecieron los ojos por la sangre, que querían amputarle las piernas para sacarla. Al tercer día se murió. El dolor es un pájaro lento y la muerte de aquella chica todavía me afecta. Me parece bien que eso suceda porque el rostro del espanto es también el de la vida. El televisor donde vi agonizar a Omayra Sánchez estaba en casa de mi abuela materna. Ella miraba siempre el noticiero de las ocho y, cada vez que el presentador decía “Buenas noches”, le respondía “Buenas noches, hijo, que Dios lo bendiga”. Su diálogo con alguien que no podía escucharla, a quien no conocía y por quien pedía una bendición, aconteció en un tiempo quizás más cándido pero lleno de cosas a las que mirábamos de frente. Éramos capaces de aguantar desgracias. Teníamos menos miedo. Quizás estábamos más vivos.

 
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