A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

Donde todo comenzó

"A lo largo de décadas había coleccionado información sobre su familia transoceánica en un monólogo amoroso, un cultivo sin esperanzas"

La píldora de Leila Guerriero | Donde todo comenzó

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Buenos Aires

Hace algunos años recibí un correo. Estaba escrito en italiano. En él, un hombre decía que, en una librería de Milán, había encontrado el libro de una autora que llevaba su mismo apellido. Cuando leyó que la mujer era oriunda de Junín, Argentina, escribió a la editorial pidiendo su contacto. La autora, claro, era yo. El hombre contaba que su abuelo había partido desde Italia hacia mi país a mediados del siglo XX y se había radicado en Junín, pero que después de su muerte no había vuelto a tener noticias de la familia de Sudamérica. Se preguntaba si éramos parientes: si yo era la bisnieta de su abuelo. Para comprobarlo, enviaba una foto. La abrí y ahí estaban: mi bisabuelo y su mujer en el mismo retrato que pendía sobre la cama de mis abuelos en la ciudad de Junín. El hombre y su familia vivían aún en el pequeño pueblo de Basilicata del que nuestro antepasado había partido. Seguimos escribiéndonos con frecuencia. Planeamos encontrarnos en 2020 pero, por la pandemia, el encuentro se postergó. En 2023 estuve en Italia y fui al pueblo sin avisarle, por si todo se arruinaba otra vez. Cuando vi el nombre del lugar en un cartel de ruta sentí un desvío del espíritu, un viaje vertiginoso a una época que no conocí. Entré al poblado por un camino provincial maltrecho y pregunté por mi pariente a la primera persona que encontré en la calle. Aseguró conocerlo. Se subió al auto, anduvimos dos kilómetros y llegamos a una fabrica de ventanas que llevaba el apellido de mi familia. Me pareció extraño, porque mis parientes se dedican al aceite de oliva. En efecto, eran los Guerriero equivocados, pero de inmediato llamaron a los correctos y avisaron de mi llegada. Escuché los gritos de alegría desde el otro lado del teléfono. “¡Que venga a la plaza!”. Desandamos el camino. En la plaza, mi pariente y su mujer esperaban rodeados de curiosos. Detuve el auto y él corrió a abrazarme. Aferrado a mí, me dijo: “Ven a ver la casa del nonno”. Ahí, al otro lado de la calle, estaba el sitio en el que mi bisabuelo había vivido. Los pisos brillaban, la cama estaba tendida, todo se había preservado con algo que sólo se me ocurre llamar amor. Después fuimos hasta la vivienda de mi pariente, moderna, de varios pisos, y mientras su mujer sacaba quesos y aceitunas él me mostró lo que había reunido en todo este tiempo: el certificado de defunción de mis bisabuelos, fotos de bodas y de cumpleaños, un árbol genealógico que había reconstruido desde que empezamos a escribirnos. A lo largo de décadas había coleccionado información sobre su familia transoceánica en un monólogo amoroso, un cultivo sin esperanzas. Me sentí como esos héroes con algún súperpoder que, una vez que pisan su planeta natal, lo pierden porque ya no lo necesitan.

 
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