La tierra permanece
"En Buenos Aires pasaban cosas y allá, en cambio, no pasaba nada. Sin embargo, si puedo presentir una tormenta, si puedo oler la presencia lejana del agua, si sé cómo atravesar un vado, es porque estuve allí"
La píldora de Leila Guerriero | La tierra permanece
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Buenos Aires
Sé cosas que en Buenos Aires, donde habito, no muchos saben. Sé, por ejemplo, palabras. Palabras como apero, cincha, estribo, morral, rebenque, y sé para qué sirven y cómo se usan las cosas que esas palabras designan. Sé distinguir entre un caballo alazán, un tordillo y un zaino. Sé usar los elementos de labranza. Sé reconocer una plantación de sorgo. Sé diferenciar el vuelo de una gaviota del vuelo de una calandria. Sé avistar la presencia nerviosa de una perdiz en la maleza. Sé cómo entibiar un cuarto con una olla, un trozo de algodón y un poco de alcohol medicinal. He visto las cosas rudas del campo –la marca a fuego de las reses, las gallinas degolladas con un hacha-, y he visto su hermosura: las hojas lacrimosas de los sauces, la estampa futurista de los silos. He manejado un tractor y carros tirados por caballos. He visto la alegría de la gente al comprobar que las cosechas iban bien y su angustia al padecer inundaciones. Nací y crecí en una ciudad de veinte mil habitantes de la pampa argentina y el campo que la rodea se filtraba en todo: las costumbres, el ingenio para resolver las cosas prácticas. Las casas tenían gallineros, galpones para las herramientas, jaulas con conejos. No había mucho para hacer más que dar vueltas al final de la tarde en un circuito que llamábamos “la vuelta del perro”, y cuatro cines, un teatro, una librería: no era mucho para alguien que, como yo, viajaba a menudo a Buenos Aires para sumergirme en cines, librerías y museos. A los 17 logré lo que anhelaba: desertar, hacerme citadina. Me mudé a Buenos Aires, cambié una casa gigante con jardín por un departamento de treinta metros con macetas; los almacenes por los supermercados; la vuelta del perro por la noche porteña; la calefacción a kerosene por el gas natural. Ya no fue necesario quitar el frío gélido de las sábanas con un ladrillo refractario calentado en las estufas: ahora podía dormir con la calefacción encendida libre del riesgo de morir ahogada. Se acabaron los tragos de vino caliente que preparaba mi padre cuando regresábamos ateridos del campo, después de revisar el molino. Adiós a los fines de semana sin mucho para hacer y bienvenidas las presentaciones de libros, los recitales, las charlas en bares que no cerraban nunca. En Buenos Aires pasaban cosas y allá, en cambio, no pasaba nada. Sin embargo, si puedo presentir una tormenta, si puedo oler la presencia lejana del agua, si sé cómo atravesar un vado, es porque estuve allí. Apenas tolero la torpeza de los citadinos que no saben montar un caballo y me irrita que supongan que los habitantes del campo son personas bonachonas y cándidas. El campo es bello pero brutal. A veces no hay luz. El agua no siempre está disponible. Está repleto de plagas que infectan plantas y animales. Hay gente estupenda y personas que viven entre el chisme y el prejuicio. Somos muchos los que desertamos de eso. La mayoría, supongo, por motivos económicos. Yo lo hice porque esa existencia en la periferia, en una ciudad de la que sólo se esperaba que fuera un apéndice productivo de la capital, no me daba plenitud sino asfixia. Yo quería seguir el rastro de mi vocación, que era escribir, y allí, donde los empleos giraban en torno a la administración pública o la agricultura, no había cómo. Quizás no hubiera “cómo” en ninguna parte, aunque tenía que intentar. Pero fue en aquella ciudad que ya no es pequeña, y del campo que la rodea, donde se me entretejió en el ADN una poética del mundo. A veces, el atardecer vibraba como una invocación sobre el lomo dorado de los fardos y todo parecía posible. Yo estuve ahí, yo sé cómo es, y llevo eso conmigo donde vaya. Vuelvo, cuando escribo, a esa tierra que permanece y que abandoné para siempre sin haberme ido jamás.