A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
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"Tampoco sabía que los autobuses se detenían cada dos cuadras y que, para que lo hicieran, había que accionar un timbre en la parte trasera. En mi pueblo uno se acercaba al chofer y le susurraba: 'Parada, por favor'”

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Buenos Aires

La semana pasada volvía a mi casa en metro. Eran las once de la noche. Una nena de unos ocho años vendía banditas elásticas para el pelo y me dejó el producto sobre el bolso. Yo estaba por bajar y al levantarme hice lo habitual: dejé las banditas en el asiento. La persona que ocupó mi lugar también hizo lo habitual: tomó las banditas y las apoyó sobre su bolso para que la nena pudiera recogerlas. Ese acto me recordó qué difícil fue, durante mis primeros años en Buenos Aires, entender el mecanismo de procedimientos simples pero desconocidos, y cómo una timidez paralizante me envolvía cuando me enfrentaba a esas situaciones. Si bien había viajado decenas de veces a la capital desde el interior de la provincia, donde vivía, siempre lo había hecho con mis padres. A los 17 llegué sola para comenzar la universidad. Las cosas grandes no eran trabajosas: adaptarme al ritmo de estudio, descubrir el circuito de bares a los que había que ir, hacer amigos. Pero cuando un vendedor del subte apoyaba un objeto equis sobre mi bolso sentía que todo el mundo me miraba para controlar si yo hacía lo correcto, y yo no tenía idea de qué era lo correcto:¿comprarlo, dejarlo a un lado? Recuerdo el primer día en que llovió y tuve que usar paraguas. Una cosa es salir con paraguas en una ciudad de veinte mil habitantes y otra en una ciudad de tres millones donde se requiere una destreza que yo no tenía: la gente maniobraba con soltura evitando cabezas y toldos, mientras yo lo cerraba antes de cruzarme con algún obstáculo porque mi manejo del artefacto era torpe. Tampoco sabía que los autobuses se detenían cada dos cuadras y que, para que lo hicieran, había que accionar un timbre en la parte trasera. En mi pueblo uno se acercaba al chofer y le susurraba: “Parada, por favor”. La primera vez que subí a uno me pasé varias cuadras porque nadie bajaba, yo no sabía cómo hacerlo y me daba vergüenza averiguarlo. Cuando me veía obligada a cruzar calles con tránsito complejo, en años en los que no eran comunes los semáforos para peatones, no lo hacía hasta que no llegaba otro peatón que hiciera de acompañante involuntario a través de ese océano de autos. La otra noche en el subte, al hacer mi maniobra automática, domesticada durante años, de dejar las gomitas sobre el asiento, pensé que cuando llegué desde mi pueblo ignoraba cosas muy simples, misterios cándidos que pude resolver con facilidad, pero que ahora la ciudad me arroja enigmas más complejos. Por ejemplo, cómo es que desarrollé esta personalidad zombi que me permite dejar atrás a una nena de ocho años que vende gomitas para el pelo a las once de la noche y, sin desazón alguna, caminar muy tranquila hasta mi casa.

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