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Aquellos cocineros y camareros cuyos nombres nunca supimos y no sabremos nunca

Hubiéramos querido decirle a los propietarios de 'nuestro' restaurante japonés lo felices que habíamos sido allí

Comiendo sushi en un restaurante japonés. / d3sign

Comiendo sushi en un restaurante japonés.

Madrid

Teníamos algo que celebrar y pensamos que hacía mucho —de hecho, varios años— que no íbamos a nuestro restaurante japonés favorito. Primero dejamos de ir por la pandemia y luego porque vivíamos en otra ciudad. Pero ahora que estábamos de vuelta, nos hacía ilusión retomar nuestras viejas rutinas. Y nos dispusimos a hacer una reserva.

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Nadie contestaba al teléfono, así que intentamos reservar a través de la página web. Pero al ingresar en la web nos encontramos con un breve texto que nos informaba de que el restaurante, nuestro restaurante, había cerrado definitivamente. Los propietarios daban cortésmente las gracias a su antigua clientela y manifestaban su felicidad por habernos servido durante tantos años.

Calculo que debía de ser yo veinteañera cuando el restaurante abrió (era el primer japonés de la ciudad), aunque nosotros lo descubrimos muchos años más tarde y enseguida nos hicimos asiduos. Su cierre era también el cierre de una etapa de nuestras vidas, la clausura de tantos encuentros.

Platos de cuchara que se comen con palillos

Caímos en la cuenta de cuánto habíamos aprendido en aquellos años de comensales: a distinguir los makis de los niguiris y del sashimi, aunque todos fueran preparaciones de pescado crudo. A la ligereza de la sopa de miso y el intenso y sutil sabor de las algas wakame. A los pedacitos de pollo, pescado o verduras a la brasa en las brochetas yakitori.

Cocina japonesa.

Cocina japonesa. / GETTY

Cocina japonesa.

Cocina japonesa. / GETTY

En los días más crudos del invierno, nos refugiábamos en los grandes cuencos de udon, soba o ramen, el equivalente japonés a nuestros cocidos: unos platos de cuchara que se comen con palillos. Casi siempre acabábamos con un té, pero alguna vez probamos los postres: las deliciosas bolitas de arroz glutinoso de los mochi, o el taiyaki, esa empanada con forma de pez rellena con puré de judías dulces.

Sin duda quedan otros restaurantes japoneses en la ciudad. Pero aquel era el nuestro, el que nos hizo pasar tantos ratos alegres en compañía, mientras descubríamos otros nombres y otra forma de comer. Saber que no volveremos, que aquel lugar estimado ya no existe, nos dio muchísima pena. Y hubiéramos querido decirle a los propietarios —ahora inalcanzables— lo felices que habíamos sido allí.

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Decirles la expresión japonesa que se pronuncia cuando uno acaba de comer, en agradecimiento a quien ha preparado la comida. Una expresión que alguien me enseñó y ahora no recuerdo; solo me acuerdo de que incluía la palabra sama, el término más respetuoso que existe para referirse a una persona. Para nosotros eran sama aquellos cocineros y camareros cuyos nombres nunca supimos y no sabremos nunca.

 
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