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Del "¡a cala y a prueba!" al silencio de los supermercados: así ha cambiado en España la venta de melones y sandías

"Cuando yo era niña, en una esquina de una calle de mi barrio se instalaba todos los veranos un puesto de melones"

Melón en un mercado de productores de Alicante. / Roberto Machado Noa

Madrid

Hace algunas semanas que en mi frutería aparecieron las sandías, y ahora empiezan a venir los melones, cuyo tiempo mejor será a principios de septiembre, en torno a la festividad de la Natividad de la Virgen, que se celebra el 8 de septiembre. Por eso a la Virgen de septiembre nuestros padres la llamaban "la melonera".

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Cuando yo era niña, en una esquina de una calle de mi barrio se instalaba todos los veranos un puesto de melones. Lo formaban escuetamente unos soportes de madera con una lona encima, que daban al conjunto un aspecto de jaima del desierto. En el suelo, cubierto por tela de sacos, se apilaban los melones, y bajo la sombra fresca de la lona, rodeado de frutas orondas, solía estar el melonero sentado en una silla de enea, esperando pacientemente que se acercaran los clientes. A veces interrumpía su espera para ponerse en pie y gritar su pregón, que era casi un poema, una loa a su mercancía: "¡A cala y a prueba, los melones! ¡De Villaconejos! ¡Son arrope puro los melones! ¡A cala y a prueba!". Y luego se volvía a sentar.

Cuando se acercaba un potencial comprador, le dejaba examinar la mercancía hasta que el cliente mostraba su preferencia por un melón determinado y preguntaba su precio. Entonces el hombre, el melonero, sopesaba la pieza de fruta entre las manos, le daba vueltas mostrando toda su circunferencia y la parte de arriba y la de abajo para que se viese que no estaba ni roto ni macado, le daba unos suaves cachetes sacando un sonido característico, que no era a hueco ni a demasiado macizo, sino compacto y crujiente, y se ofrecía a hacer la cala.

'Marketing' a la antigua usanza

A mí me asombraba la pericia con la que aquel hombre hacía la "cala" y la "prueba" anunciada en su pregón: sin abrir la pieza, con un pequeño cuchillo de puntilla, trazaba un cuadrado sobre la piel del melón, calaba la hoja del cuchillo en cada uno de los lados, y acaba extrayendo un prisma de fruta fresca, verde o amarilla en la corteza, de un blanco ligeramente dorado en la carne, con un poquito de pulpa anaranjada en la parte del corazón; en esa pulpa a veces salía engarzada una pepita de color ocre brillante que parecía una gema.

El cliente cataba el pedazo recién extraído. Algunos, exigentes, rechazaban el melón así calado con palabras desdeñosas: "está pasado", si lo encontraban demasiado maduro; o "está pepino", si era excesivamente acuoso e insípido. Yo me pregunto qué hacía aquel hombre con los melones así agujereados, que los clientes rechazaban.

Lo normal era, sin embargo, que después de la cata el parroquiano diese su aprobación. Entonces el vendedor le entregaba el melón con el mismo mimo con que le daría un bebé en mantillas y le cobraba un poco de dinero. La operación de marketing del melonero había terminado.

Y ahora, cuando voy a la frutería o al supermercado, echo un poco de menos que alguien grite desde algún rincón del local: "¡A cala y a prueba, los melones! ¡Son arrope puro los melones!".