Hay por lo menos una ciudad de España en que las 12 uvas de fin de año se toman dos veces: el 31 de diciembre y dos semanas antes, en la noche del penúltimo jueves lectivo, cuando los estudiantes se reúnen ante el reloj de la Plaza Mayor a tomar 12 gominolas para despedir el año y para despedirse también de sus compañeros de estudios antes de las vacaciones navideñas. La ciudad de los dos finales de año es Salamanca. Pero eso no siempre ha sido así. De hecho, las dos tradiciones (la de las uvas y la de las gominolas) son sin duda bastante recientes en la ciudad. Y me enorgullece proclamar que mi madre, mis hermanos menores y yo, todos madrileños, fuimos pioneros en la celebración. Era a finales de los años 70 y mi madre acababa de quedarse viuda con tres hijos menores de edad, la mayor de las cuales era yo. En estas fiestas navideñas, en las que parece obligado ser felices, se notan especialmente las sillas vacías alrededor de la mesa. Estábamos tan tristes que durante esos días se nos caía la casa encima. Y por eso mi madre, nuestra madre, animosa, procuraba sacarnos de nuestro piso de Madrid y llevarnos a pasar las fiestas fuera, a cualquier parte. En una ocasión decidió que iríamos a pasar los últimos días del año a Salamanca, una ciudad bonita, que tenía muchas cosas que visitar —muy educativa, por tanto, para los niños— y en la que no habíamos estado nunca. Era una Salamanca mucho más sosegada y menos turística que la actual y paseamos, dichosos y juntos, por unas calles tranquilas, aprovechando la ocasión para ver los monumentos más importantes. El 31 de diciembre no quisimos faltar a la tradición de comernos las 12 uvas al ritmo que marcaban las campanadas del reloj de la Plaza. Lo que entonces no sabíamos era que se trataba de una tradición muy madrileña, pero que no se practicaba en todas partes. Por la mañana intentamos comprar uvas y nos extrañó que en ninguna frutería de la ciudad las había. Quizás era tanta la demanda que se habían agotado, pensamos. Y al final compramos uvas pasas en una tienda de frutos secos y chucherías. En el hotel, que estaba en la misma Plaza, preparamos cuatro cucuruchos de papel con 12 uvas cada uno. Y cinco minutos antes de la media noche salimos de nuestro alojamiento, bien vestidos y bien abrigados, con nuestros cucuruchos en la mano, dispuestos a celebrar la entrada del año nuevo confundidos entre la multitud salmanticense regocijada. La plaza estaba absolutamente desierta y hacía un frío que pelaba. Una densa niebla difuminaba los contornos e incluso dificultaba la visibilidad de la esfera del reloj. Pero nada de eso nos arredró: nos plantamos ante el Arco del reloj, solos en mitad de la noche y de la niebla y, a medida que daban las campanadas, fuimos comiéndonos aplicadamente las doce pasas, un poco ásperas y con tendencia a añusgar, pero que constituían un buen sucedáneo de las uvas tradicionales. Volvimos enseguida al hotel y aún recuerdo la cara de estupefacción del recepcionista, al ver a una señora de unos cincuenta años, acompañada de una jovencita y de dos niños, salir del hotel poco antes de las 12 de la noche para perderse en la niebla y regresar unos minutos después. Soy incapaz de recordar la fecha exacta, pero tengo la impresión de que el año siguiente fue bueno, amable y benéfico para nuestra pequeña familia.