La mujer que buscaba una puerta
Muchos problemas podrían evitarse si, en vez de cultivar tanto la rigidez que anida detrás de la aparente blandura de las ilusiones, cultiváramos la posibilidad, mucho más inestable y más tierna, del hallazgo y la sorpresa. Pero pocas veces nos atrevemos a encontrarnos con lo que no sabíamos que nos íbamos a encontrar

La mujer que buscaba una puerta
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Buenos Aires
Días atrás estaba en la Puerta del Sol. Era una tarde preciosa después de varios días de lluvia. La luz tocaba a Madrid con mucho cuidado. Parecía un pequeño verano, una dicha prieta. Una señora de acento extranjero le preguntó a un policía: “Disculpe, ¿dónde está la Puerta del Sol?”. El policía respondió: “Esto es Sol”. La señora insistió: “No, no, yo busco la puerta”. La mujer había llegado desde su país buscando lo que el nombre de la plaza promete pero la puerta, claro, no está allí desde el siglo diecisiete. El policía insistió: “Señora, esto es la Puerta del Sol”. La mujer miró las vallas, las obras, la entrada del metro, la planicie embaldosada. Dijo: “¿Esto?”, con un tono que evidenciaba decepción, y se alejó hacia la calle de la Montera. No se fijó en los cristales bombé de Casa de Diego curvándose delicadamente sobre los paraguas y los abanicos, ni en los exagerados dulces de La Mallorquina, ni en las cerúleas chicas japonesas colgadas del oso y el madroño. No quería ver nada de esa mescolanza un poco cachivache pero violentamente viva. Ella quería ver una puerta. Cuando yo era chica hicimos un viaje a la ciudad de Santa Fe y mis padres generaron gran expectativa en torno al momento en que cruzaríamos el histórico puente colgante que une las orillas de la laguna Setúbal. Mi imaginación infantil esperaba un puente flotando sobre el agua colgado de las nubes, pero cuando llegamos vi que no colgaba de ninguna parte. En todo caso, colgaba de sí mismo. Era un éxito ingenieril, pero yo tenía siete años y el éxito ingenieril me importaba un pepino. Sólo quería ver lo que había imaginado. No sé qué consecuencias habrá tenido esa decepción en mi aparato psíquico pero siempre he creído que las expectativas son una bruma mental: quedamos colgados de una fantasía en vez de contemplar lo que efectivamente hay y decidir, en todo caso, si nos gusta o no. Ilusiones, expectativas. El camino al infierno está tapizado por palabras como esas que, sin embargo, gozan de enorme prestigio social. Yo creo que son princesas envenenadoras. Que muchos problemas podrían evitarse si, en vez de cultivar tanto la rigidez que anida detrás de la aparente blandura de las ilusiones, cultiváramos la posibilidad, mucho más inestable y más tierna, del hallazgo y la sorpresa. Pero pocas veces nos atrevemos a encontrarnos con lo que no sabíamos que nos íbamos a encontrar.