Los premios en la edad tardía

Sucede una cosa curiosa con los premios literarios: normalmente se pierden. No existe una carrera que no esté decorada con muchísimos galardones que no se alcanzaron. Merecen formar parte de la biografía de un escritor, en el apartado Todo lo que no pudo ser. «Lo mejor de mi currículo es la grapa», decía José Luis Alvite, que ganó un premio en su vida y a los pocos meses murió. Pero si bien perder es de lo más común, resulta mucho más feo que ganar. Durante una etapa de la vida, en especial cuando eres joven, crees tanto en los premios como en tu capacidad para hacerte con ellos. Forma parte de la inteligencia de la juventud sentirse el mejor. Si no eres soberbio e idiota a esa edad, ¿cuándo? Tal vez es entonces cuando tendrían que lloverte los reconocimientos, cuando puedes celebrarlos hasta la seis de la mañana durante semanas. Pensé en ello al ver a Álvaro Pombo recogiendo el Cervantes en un muy delicado estado de salud. Me temo que cuando al fin premian tu valía, pongamos que a los setenta u ochenta años, a menudo eres un escéptico, padeces dolor crónico y no estás para fiestas. Quién sabe si no habría que conceder el Cervantes cuando aún no has hecho lo suficiente por merecerlo, incluso cuando aún no has escrito un solo libro, pero eres joven y crees en la confusa verdad del éxito. Se trataría de otorgar el premio como un acto de confianza en el futuro; por si acaso al fin alcanzas los laureles soñados. Si al cabo de los años se demuestra que no lo merecías, siempre podría organizarse un cruel y hermoso acto de retirada del premio.