La fe en las aguas

Buenos Aires

Salí a correr por la vera del río Aar, en Berna. Una tos persistente me había impedido correr durante días pero aquí le pedí colaboración al cuerpo porque necesitaba celebrar ya que el día anterior había recibido una noticia estupenda. Hay una familia, muy lejos de donde estoy, que va a multiplicarse. Un nuevo cachorro, un pequeño humano viaja hacia nosotros, una persona construida con células de otras dos que, por algún motivo, quieren seguir sembrando la tierra. El agua del río Aar parece un líquido extinto, procedente de un tiempo en que todo era más puro. Translúcido y a la vez cremoso, es un cauce que produce ansias de arrojarse a él. De hecho, eso es lo que hacen los suizos: se arrojan a sus aguas en kayaks, en botes inflables, sobre diversos tipos de tablas. Hace años, cuando vine por primera vez a esta ciudad, me contaron que las personas se lanzan al río flotando sobre un neumático y dejan que la corriente las arrastre durante kilómetros. Cada tanto muere alguno. Hoy, mientras corría, vi a muchos nadadores sin más artilugio que manos y piernas para mantenerse a flote. El río es caudaloso y rápido. Son aguas de respeto doble: por su belleza y por su apacible violencia. Estos nadadores ni siquiera parecían buenos. Nadaban haciendo movimientos torpes, chapuceros. Los sostenía su fe en la bondad de las aguas. La familia que va a multiplicarse también tiene fe en el río. No están mejor equipados que el común de la gente, avanzan como esos nadadores malos, repletos de convicción, haciendo lo que pueden. Bajo las aguas puede haber de todo. Anzuelos, tanzas, bacterias invisibles. En cualquier momento, el río puede cambiar su voluntad y devorarlos. Pero ellos avanzan confiando en que las aguas recibirán su acto de fe -su ansia por el brote de la vida-, y lo devolverán multiplicado. No tienen más guía que su viaje hacia lo incierto. El destino misterioso de las aguas es ir hacia el mar, morir allí. Pero eso siempre queda lejos y ellas igual avanzan.