El desvío
No hubo epifanía, no pudimos recordar nada. Sólo éramos dos personas capaces de tomar un desvío para ver si una felicidad antigua había aguardado hasta que volviéramos a encontrarla.
El desvío
Buenos Aires
Era domingo. Salí a correr temprano, el hombre con quien vivo sacó a pasear al perro del vecino. Ya de regreso de nuestras tareas, emprendimos viaje hacia el Tigre, una zona en las afueras de Buenos Aires. Íbamos escuchando a Morrisey. Estábamos a mitad de camino cuando él dijo: “¿Te acordás de ese lugar al lado del río donde íbamos hace años?”. Le dije “No ¿A qué íbamos?”. “A estar”, me dijo. Hace mucho tiempo que no voy simplemente “a estar”. Siempre voy a todas partes cargada de motivos. Le dije: “¿Y si vamos ahora?”. Nos desviamos de la ruta original hacia una zona llamada Dique Luján. Había casas humildes con la ropa secándose en el frente, pilas de leña y de chatarra, gallinas, caballos, un aire festivo que los carteles de “Se vende carnada” emancipaban a grado máximo. Son carteles que proveen cosas para matar, pero a mí siempre me ponen contenta. A un lado y otro de un dique la gente comía asado, en algunos puestos se vendían plantas, por todas partes colgaban inexplicables banderines de colores. Los techos y las paredes de las viviendas parecían a punto de venirse abajo, como si estuvieran apenas hilvanados a la tierra. Era como el ensayo para una película de Fellini. Llegamos a un barranco discreto. Había tres hombres asando carne sobre una parilla improvisada, niños que corrían. El río suave nos separaba de la otra orilla en la que se veían casas entumecidas, contagiadas por el espíritu engañoso del agua. Pregunté: “¿Era acá?”. Él me dijo: “No. Al otro lado había una arenera abandonada y no la veo”. Le dije: “No importa. Es bonito igual”. Un perro bajó a tomar agua al río y el hombre con quien vivo dijo: “Mirá. Baja a tomar agua”. Era una constatación tierna, un comentario de una especie a otra. No hubo epifanía, no pudimos recordar nada. Sólo éramos dos personas capaces de tomar un desvío para ver si una felicidad antigua había aguardado hasta que volviéramos a encontrarla. Él me puso una mano en el hombro y dijo: “Compañera”. Me pareció que el río hablaba, que decía: “Estamos hechos de la paciencia del tiempo”.