El origen del fuego

Buenos Aires

Hace poco me invitaron a dar una conferencia en la ceremonia de graduación de una maestría de periodismo escrito. No pude hacerlo porque no tenía suficiente tiempo, pero si hubiera aceptado les hubiera dicho que lo que encontrarán ahí afuera se parece poco a lo que aprendieron en la academia. Que ahí afuera hay un mundo en el que al principio los entrevistados y los editores les dirán que no –no, no me interesa; no, no es un tema adecuado para nuestra publicación-, que ese rechazo los hará sentir sin energía y desengañados, pero que la pulsión de contar historias seguirá allí, debajo del agotamiento y la desilusión, y que tendrán que responder a ella porque, si no, se los tragará vivos. Les diría que a lo largo de años tendrán que aprender a convivir con la alegría de los demás sin sentir euforia, con el dolor de los demás sin sentir tristeza. Les diría que no obtener atención puede ser frustrante, pero que obtener demasiada atención es el equivalente a tener una mira telescópica apuntando al pecho de manera permanente, o un ojo que vigila todo el tiempo, cada día, cada mes. Que hay que mantenerse a salvo de los elogios que emborrachan, guardar distancia de la perfidia a veces arbitraria. Que siempre serán grandiosos para unos y horribles para otros, pero que si dependen de lo que digan los demás terminarán escribiendo para agradar a todo el mundo y producirán piezas tan olvidables como un producto fabricado en serie. No hay fórmulas para hacerlo bien, y hay muchas formas –y parece haber cada vez más- de hacerlo mal. Cuando todo falle –porque fallará- lo único que puede hacerse es permanecer cerca del fuego que le dio origen a todo: recordar por qué era que estábamos aquí. Cada uno tendrá su respuesta pero ese es un fuego que nunca quema. O mejor: es un fuego que quema sólo si no lo dejamos arder.